A Rudolph Giuliani lo recordaremos siempre por su rol como alcalde de Nueva York el 11 de setiembre de 2001. En medio de los escombros y la desgracia, este alcalde no muy carismático entendió, de pronto, su lugar en la historia y se hizo cargo de la situación.
Desde el momento del ataque a las Torres Gemelas hasta varios días después, Giuliani trabajó incansablemente otorgando información oportuna y, sobre todo, tratando de decir la verdad por más dura que esta fuera: imposible olvidar sus conferencias de prensa, con su casco protector bien puesto, en las que, con cara de absoluta desolación, iba dando cuenta de los muertos, los heridos y los daños perpetrados en el corazón de Manhattan.
En estas últimas semanas, una de las consecuencias más graves de la crisis ocasionada por el conflicto de Islay o la fuga de Martín Belaunde Lossio ha sido la constatación inquietante de que en el Perú no hay nadie que se haga cargo.
No hay presidente ni primer ministro capaces de dar la cara, tomar el control de la situación y devolverle a la población un poco de confianza. Al contrario; en estos últimos días, en que el país se empieza a ver cercado por la violencia en las calles de San Juan de Lurigancho, en las plazas de Islay, en los arenales de Lurín o en las casas de Marcona, Ollanta Humala no resuelve nada.
Por eso, la ciudadanía desesperada ha empezado a exigir la presencia de los militares en las calles. Por eso los violentistas han empezado a hacer de las suyas en este ambiente de anarquía que se observa en el país.
Ayer, en Bolivia, un Evo Morales indignado tomaba las riendas del problema Martín Belaunde Lossio y se deshacía de su ministro más importante.
En el Perú, mientras tanto, nadie ha salido a dar la cara por la fuga más anunciada de todos los tiempos.
Nadie ha asumido su responsabilidad. Nadie ha fingido, siquiera, un poco de preocupación. Acá, simplemente, no pasa nada.
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