En Puno, el domingo 5 de julio, un presunto delincuente fue capturado por haberle robado 5 mil soles a un vecino del centro poblado Rinconada. La enardecida turba paseó al sujeto por las calles, lo golpeó salvajemente, y al final fue enterrado vivo en la nieve, y ahí agonizó por once horas hasta que murió. El ajusticiado se llamaba Ricardo Luque Lampa. Ni los curiosos ni la Policía pudieron salvarle la vida. La furia de la gente pudo más.
En Lima, en la comodidad de la cabina de radio Capital, decidimos preguntarles a los oyentes su opinión sobre estos hechos. Esperábamos, naturalmente, respuestas variadas, pero la realidad nos golpeó con la fuerza de una pedrada: de cada tres personas que llamaban, dos apoyaban el linchamiento.
Es más, sugerían formas crudelísimas de castigar a los ladrones: pena de muerte; golpizas públicas; que los quemaran vivos en la plaza, sugería una señora.
¿Por qué los ciudadanos piden a gritos que salgan las Fuerzas Armadas y ahora que se les permita matar delincuentes? ¿Nos hemos vuelto todos unos bárbaros que necesitamos linchar, torturar o flagelar para sentirnos protegidos?
Algo de eso hay. Pero no podemos culpar solo a la población. Ante una policía que no da confianza, que no puede imponer autoridad, que se colude con el crimen, que las más de las veces ignora al ciudadano, a los padres o madres asustados, no les quedan muchas opciones: o actúan los serenos, o actúan los militares, o actúan ellos mismos, con sus propias manos.
El riesgo más latente de esta mentalidad no está en la posibilidad de que mañana muera otro ladrón a manos de los ciudadanos furiosos (cosa que ocurrirá). El verdadero peligro está en la posibilidad de que proliferen ofertas electorales populistas, beligerantes, demagógicas y peligrosas que busquen aplacar el miedo del ciudadano a costa de dejar agonizar en medio de la nieve a nuestra endeble democracia.
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