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Opinión

La relación entre el poder y el arte es asunto que fascina desde épocas antiguas.

La relación entre el poder y el arte es asunto que fascina desde épocas antiguas. Durante la etapa del terror de la Revolución francesa, muchos fanáticos jacobinos exigieron que la Ópera de París fuese cerrada por “simbolizar la decadencia del antiguo régimen”.

Gracias a su director, Pierre-Gabriel Gardel, los seguidores del tirano Robespierre toleraron que se siguieran montando obras tradicionales destinadas a la “rancia aristocracia” a cambio de que los actores, ahora empleados de la república, participaran en actividades propagandísticas revolucionarias. En cambio, Vladimir Ilich Lenin comprendió que el ballet ruso, famoso en el mundo, debía ser patrocinado por los revolucionarios que llegaron al poder en 1917, obviando que las grandes obras eran aquellas producidas por artistas y directores nombrados por los zares, como el caso de Tchaikovsky, compositor de la música de El cascanueces, en 1891.

Por su parte, Fidel Castro financió al Ballet Nacional de Cuba para presentar obras de alto contenido ideológico y, a partir del año 1975, el dictador y la gran bailarina y directora de esta institución cubana, Alicia Alonso, se beneficiaron mutuamente, de acuerdo con la crítica cubana Isis Wirth, autora del libro La bailarina y el comandante. La historia secreta del ballet de Cuba.

Todo lo anterior es superado, en versión surrealista, por la recién estrenada obra de ballet Hugo Chávez: de arañero a libertador, la cual cuenta la historia del joven que quería ser jugador de baseball para convertirse en ¿un gran líder? De esa forma, la Compañía Nacional de Danza Venezolana presenta así una fantasía, como El cascanueces, en clave de fascismo tropical.


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