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Opinión

Recuerdo que durante mis primeros años en Perú dediqué muchos análisis a advertir sobre el peligro que implicaba el régimen de Hugo Chávez para Venezuela y para América Latina. Era comprensible que muchos pensaran que exageraba, dadas mis raíces venezolanas y mi sensibilidad a los discursos de odio por ser judío, pero me basaba en hechos reales y proyecciones históricas al anunciar la dictadura que se consolidaba. Era obvio que un ex militar golpista violento y narcisista, con un discurso mesiánico, lograra hipnotizar con su carisma y clientelismo político a un pueblo que creyó su discurso populista. No era difícil llevar a cabo su proyecto comunista despilfarrando y robando la mayor renta de petrodólares en la historia del país.

La única certeza dentro de una maquinaria propagandística y de control extensas era la invasión –con consentimiento de Chávez, sus narcogenerales y sus serviles subalternos– de la dictadura cubana con su servicio de inteligencia y tropas para transformar a Venezuela en un país vasallo de los Castro. Era el comienzo de un proyecto continental que incluía a las FARC y organizaciones extremistas de izquierda del llamado Foro de Sao Paulo.

En Latinoamérica se subestimaba a Chávez con humor, como un personaje extravagante y no como el fascista de izquierda que era, con una clara intención de perpetuarse en el poder. La oposición venezolana advertía que cuando bajara el precio del petróleo vendría la tragedia y ahora, con Maduro de títere de La Habana, y una mafia a su alrededor, llegó lo que el continente no quiso ver.

Lo advierte, repetidamente, Luis Almagro: cada gobierno que no aísle a la dictadura chavista profundizará su complicidad en la tragedia anunciada de Venezuela.


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