Juan José Garrido,La opinión del director
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No existen palabras que sinteticen nuestro sentido pesar por los sucesos ocurridos ayer en Santiago de Chile. El atentado terrorista perpetrado es, como suelen ser estos, un golpe inesperado en el seno de una democracia que ha servido de modelo para muchos países de la región. Es, además, una llamada de alerta para todos aquellos que nos creemos a salvo de estos criminales.
Quienes hemos vivido la sangrienta y cruel práctica de estos grupos sabemos que estas cosas no se resuelven de manera fácil y rápida. Sendero Luminoso, recordemos, empezó con pequeñas muestras que escalaron poco a poco, primero en el campo y luego en las ciudades, hasta que tiñeron de sangre el país. Lo de ayer tiene que ser tomado en serio.
Muchos identifican el inicio de estas brutales gestas en la pobreza y en la desigualdad, creencia desmentida por casi cualquier especialista. El terrorismo, como fenómeno, ha probado una y otra vez ser irracional; cualquier excusa es suficiente para llevar sus demenciales pruebas a la realidad.
Para las democracias, como la peruana en los ochenta y la chilena hoy, el problema se acrecienta: los gobiernos enfrentan los justos reclamos de una población aterrorizada, pero a la vez se encuentran limitados por reglas e instituciones que ponen a prueba a la razón y a la sociedad en su conjunto.
Ojo por ojo no es una alternativa; los Estados democráticos deben enfrentar estos crímenes en el marco de la ley, mientras los criminales se valen de ese lento y pesado recuadro para atacar cuando mejor les plazca y donde más nos lastime. Es injusto, sin duda, pero eso es lo que separa a las democracias de las dictaduras y los regímenes totalitarios.
Lo de ayer en Santiago es, aunque dolorosa, una difícil prueba para el pueblo chileno. Nosotros sabemos que no será fácil, que –lamentablemente– estos criminales encontrarán eco en sus demandas, y que la angustia llevará a muchos a querer romper ciertas reglas. Nosotros sabemos cuál es el resultado cuando eso ocurre: ganan ellos.
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