22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

La crisis europea ya no es solo económica. Hace rato que también es política, tal como se expresa en el descrédito de algunos de sus principales partidos; pero es, además y crecientemente, institucional, porque los ciudadanos sienten que la corrupción se filtra por todos los poros del Estado. El caso más dramático –y más cercano, por los lazos históricos– es España.

El movimiento político Podemos, que lidera el joven eurodiputado Pablo Iglesias, está recogiendo la frustración de millones de españoles, y el hartazgo ante la desocupación, la incapacidad y la resistencia de los partidos tradicionales (ahora el PP y antes el PSOE) a luchar contra la corrupción y contra el control implacable del capital financiero. Podemos figura hoy, según recientes encuestas, por encima del PP y del PSOE o a escasos puntos de estos.Más aún, en España, 80.5% considera que la situación política es muy mala o mala, y 82.2% opina igual sobre la situación económica.

Cuando la crisis llegó a Europa, hasta el derechista presidente de Francia de ese entonces, Nicolas Sarkozy, adelantó que el capitalismo no podía seguir igual y que el capital financiero tenía que ser regulado.

Esto quedó en palabras, y los “paquetes económicos reactivadores” no han hecho sino copiar los modelos antes aplicados en América Latina.

La crisis económica, política e institucional europea golpea las bases mismas del sistema de partidos.

En España y en Grecia, los movimientos contestatarios más fuertes surgen de la izquierda. En Francia, Austria, Holanda, Gran Bretaña y, de alguna manera, Bélgica, se consolidan potentes movimientos ultraconservadores o de extrema derecha.

Algunos pocos de estos últimos provienen de la vieja herencia fascista; otros se nutren de nuevos nacionalismos, de sentimientos anti-Unión Europea y, como siempre, de un “racismo de bienestar” (en palabras del filósofo alemán Jürgen Habermas) que tiene como motivación principal la xenofobia antiinmigrante.


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