Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y Letras
Escritor
Aunque no soy un adepto al género, debo reconocer que parece un producto de nuestros tiempos, donde todo transcurre a una velocidad vertiginosa y se sobrevalora la inmediatez. Me refiero al microrrelato o cuento brevísimo (también denominado minificción, cuento ultracorto, ficción súbita, cuento hiperbreve, cuento bonsái, etc.), muy en boga en la última década. Pero, claro, ¿cómo no iba a tener éxito esta modalidad narrativa si en la vida cotidiana tenemos que hacer malabares para que nuestras comunicaciones quepan en un twitter o en un mensaje de texto?
El cuento brevísimo, sin embargo, no es un invento de la modernidad. Por el contrario, sus orígenes se remontan a las primeras manifestaciones de la tradición oral que, al evolucionar con el apoyo de la escritura, alcanzaron un estatuto literario. Así, en la configuración del género confluyó una vertiente popular con otra culta, lo que se tradujo en mitos, fábulas, proverbios, sentencias, epitafios, apólogos y parábolas.
¿Qué se entiende por cuento brevísimo? Pues una historia cuya extensión no debería ser mayor de una página, es decir, unas 300 palabras. Por tanto, se trata de privilegiar la economía de recursos y decir más con menos. Ello implica concisión y precisión, a la vez que ingenio, sorpresa, intensidad, sutileza, manejo de la elipsis y capacidad de sugerencia. En cierta forma, el microrrelato se asemeja a la poesía. Al igual que un haiku japonés, supone un acto de revelación, una suerte de deslumbramiento.
Decía antes que no me atraía mucho el género y eso es porque los micronarradores tienden a abusar del componente lúdico y pueden derivar en el mero artificio. Por ejemplo, esta miniatura: “Había un-a-vez-truz”. O, aquella otra, más breve aún: “Había una vez…ícula”, acuñado por un escritor luego de haberse salvado de la muerte gracias a una operación de… vesícula. En esa perspectiva, mucho mejor es la ocurrencia de una niña harta de que le infligieran cuentos infantiles: “Había una vez un colorín colorado.”
Kafka, Borges, Gómez de la Serna y Arreola son algunos de sus más notables cultores. Empero, el cuento brevísimo más famoso del mundo fue escrito por el guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Una pequeña maravilla. Otro que me gusta mucho y que es ligeramente más corto (¡una palabra menos!) ha sido atribuido a Hemingway, quien lo ideó para ganar una apuesta entre escritores reunidos en un bar: “Remato: zapatitos de bebé, sin usar”. Sin duda, el efecto devastador que desencadena esta minihistoria es mucho más largo que el tiempo que dura su lectura. Imposible de olvidar.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.