Hacía muchos años, quince para ser exactos, que no daba una fiesta. Aquella vez cumplía treinta y cinco y reservé el salón de un hotel para agasajar a mis invitados y se comió bien y bailó mejor. La estrella de la noche, o así lo recuerdo ahora, fue mi hermana mayor, quien, después de pasar diez largos años como monja de clausura, había logrado recuperarse de tamaña autoflagelación y se había echado un novio pintor con el que ejecutó vistosas acrobacias en la pista de baile, arrancando murmullos de admiración entre los danzantes y comensales, que veíamos arrobados su intrepidez como bailarina exenta de inhibiciones o pudores. Aunque llevábamos un par de años divorciados, mi ex esposa y yo éramos tan buenos amigos que organizamos juntos la fiesta, compartimos mesa, chismes y bromas, bailamos alicorados y terminamos en su cama al amanecer, recreando unas formas de amor a las que habíamos renunciado legalmente, pero que, tal vez por eso mismo, por estar en apariencia proscritas, o porque aquella sería la última de nuestras noches como amantes, aún nos resultaban deseables, creíbles.
Quince años más tarde, una semana desusadamente fría en la isla, y habiendo olvidado que el anfitrión casi nunca disfrutaba de su fiesta como la gozaban sus invitados, me propuse, en un momento de sobrada autoestima, dar una pequeña cena para mi familia más íntima, no más de doce personas. Parecía apropiado celebrar el hecho improbable de llegar a los cincuenta años habiendo sido un suicida la mayor parte de mi vida, habiéndome confabulado con tantas y tantas pastillas para interrumpir mi respiración pedregosa y ponerme a dormir del todo. Quería celebrar, entonces, no mis triunfos tan dudosos, sino mi probada estupidez como suicida, mi ineptitud para retirarme a tiempo de la escena sin presenciar lo que ahora observaba con estupor, mi decadencia, el progresivo hundimiento en las tinieblas de la vejez. Escribí las invitaciones a mi madre, mis hermanas y hermanos y no tardé en recibir algunas confirmaciones entusiastas (mi madre, mi hermana, dos hermanos), amables excusas (el resto de la familia) y una promesa de visita más adelante, pero no la noche de la cena (un hermano artista, exiliado de la familia, cómo podría no entenderlo). Confirmados éramos siete, contando a mi bella esposa y nuestra hija menor, sin incluir, por supuesto, a mis hijas mayores, que no estaban todavía dispuestas a sentarse a una mesa con mi esposa y mi hija menor. Grande fue mi sorpresa, sin embargo, cuando ellas anunciaron que vendrían a la ciudad a visitarme el fin de semana previo a mi cumpleaños y que podíamos cenar tal noche en tal hotel, solos los tres. El encuentro se produjo, en efecto, después de mucho tiempo sin verlas, y sentí que habíamos recuperado la naturalidad para expresar cuánto nos seguíamos queriendo, pasada ya la tormenta que nos separó hace poco más de cuatro años.
De haber sabido que los preparativos para la cena serían tan extenuantes y me tendrían al borde de un ataque de nervios, habría reservado la mesa de un buen restaurante y me hubiera eximido de hacer la reunión en casa. No lo sabía porque, en cincuenta años, nunca había dado una cena en casa para tantas personas como siete, lo que algo revelaba de mis modales de ermitaño y mi tacañería congénita. Cursadas las invitaciones, comprometido a celebrar el aniversario, contagiado del entusiasmo de mi joven y adorable esposa, me di cuenta de que no teníamos nada para cumplir con la comida prometida: había que comprar copas (cuatro diseños distintos de copas), platos de todos los tamaños, cubiertos grandes, pequeños y pequeñitos, manteles, servilletas, centros de mesa que costaban más que la mesa misma, cortinas, tules, candelabros, calentadores de gas (porque la noche, para mi desgracia, sería helada, o helada para los estándares de la isla, en la que el invierno era siempre una quimera), para no mencionar la comida misma, las bebidas, licores, bocaditos y postres, los distintos cafés y tés, un sinnúmero de cosas que, sumadas, exigían horas de dedicación y gastos cuantiosos que sobrepasaban lo que con suerte ganaría con mis próximas diez novelas. Celebrarse uno mismo, en compañía de la familia más íntima, terminaba siendo un estrés de cuidado y un lujo que desbordaba mi presupuesto, pero ya era tarde para echarme atrás y había que tirar la casa por la ventana, aunque, al día siguiente de la fiesta, tuviera que pedirle plata prestada a mi madre, o malbaratar los relojes lujosos que habría de recibir.
Ya sentados a la mesa, atendidos por dos correctos camareros vestidos de riguroso negro, todavía tensos mi esposa y yo por las tantas pequeñas conspiraciones que habíamos urdido para que la fiesta fuese un éxito como se merecían los visitantes llegados de tan lejos, y nos merecíamos nosotros, los temerarios anfitriones, nos dedicamos a beber y comer como si fuera la última noche de nuestras vidas, procurando sacarle provecho a todo lo que habíamos gastado en esa cena desmesurada, y aun si ya no sentía más hambre ni sed, seguía aventándome lo que me ofrecieran y empujándome lo que trajeran los mozos, me gustase o no. Ofrecí, a una edad en la que se supone que se ha alcanzado cierta madurez, un espectáculo penoso, el de un viejo panzón, ensimismado, arrepentido de haber gastado tanta plata, obsesionado con comerlo todo, beberlo todo, probarlo todo, y con comer y beber más que su propia madre y sus hermanos de sangre, como si fuera una competencia para ver quién tragaba más, quién se alcoholizaba más, quién quedaba más empachado, embriagado, reventado. A juzgar por los tres kilos y medio que engordé como un pavo aquella noche, debo de haber ganado tan insólito torneo. Por suerte no pusimos música ni convocamos a los contertulios a bailar porque, después de despacharme tres postres (pionono, dulce esponjoso de canela, torta de chocolate, ya no digamos las bolitas de nueces y coco), habría rebotado como pelota de playa.
Al final de la noche ocurrieron dos minúsculos incidentes que me avergonzaron frente a los invitados. Terminando de cantar el cumpleaños feliz, se me pidió que soplara las velas de la torta de chocolate, sin tener en cuenta que padezco de una insuficiencia pulmonar crónica que me rebaja el aliento y me pone a toser en los momentos más inoportunos. No quise defraudar a mis parientes y busqué un segundo aire, un fuelle vigoroso, el último resoplido potente de la ya perdida juventud, y exhalé una bocanada que, para mi desdicha, y sin que pudiera reprimirla, lanzó a volar, sobre la torta y las velas, y ante la mirada horrorizada de los enfiestados, una flema del tamaño de un sapo de estanque, color amarillo vitriólico, que se posó en el mero centro de la torta y nos recordó a todos el poco aire que me iba quedando, lo cerca que me encontraba del más allá. Nadie, desde luego, quiso comer la contaminada torta de chocolate, y mi esposa, riéndose a carcajadas, retiró con una servilleta la impertinente secreción, pero ya era tarde, ya todos estaban espantados y me parece que arrepentidos de haber venido. Tratando de distraer la atención, sugerí entrar en la sala, porque corría mucho viento, y abrir los regalos. Todos eran espléndidos, absurdamente caros, unos obsequios de alto lujo que yo jamás me hubiera comprado, y por eso, en mi empeño por hacer reír a los invitados, dije: Qué regalos tan lindos, cuando me despidan de la televisión los venderé todos y con eso viviré unos tres años por lo menos. Luego solté una risotada, celebrando mi picardía, pero nadie más se rió. La próxima ocasión en que aspiraré a reunir a la familia completa será, me temo, en mis funerales, porque dar fiestas no es, por lo visto, uno de mis talentos.
Jaime Bayly
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