25.NOV Lunes, 2024
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Opinión

Cuando era niño y vivía en una casa en el campo, a una hora de la ciudad, rodeado de hermanas y hermanos que nacían cada año y medio, tenía dos tíos, ambos hermanos de mi madre, que no eran bienvenidos por mi padre en nuestra casa llena de armas de fuego: un tío sospechoso de comunista y otro sospechoso de homosexual.

El tío comunista era una leyenda, había pasado a la clandestinidad durante la dictadura militar, salvado la vida en varias emboscadas, lo habían deportado, había regresado a seguir luchando valerosamente por los pobres y perdido a su mujer en un toque de queda. Desde luego yo no era comunista, nunca lo fui, pero veía con admiración a ese tío clandestino que vivía a salto de mata y esperaba que llegara a las fiestas navideñas con peluca y vestido de mujer, como decían que se disfrazaba para engañar a sus enemigos.

El tío sospechoso de ser homosexual era también una leyenda porque manejaba un Jaguar y vivía medio año en Lima y la otra mitad en Londres, y porque era riquísimo, dueño de minas de plata, plomo y zinc en los Andes peruanos. Ambos hermanos estaban enemistados porque el millonario le prestó plata al comunista, el comunista se compró una hacienda con el dinero y luego el millonario alegó que no le pagaron como habían acordado y se negaba a asistir a las reuniones familiares a las que iba su hermano el comunista.

Mi madre, una santa, adoraba a sus hermanos peleados y mi padre desconfiaba de ambos y los veía con recelo cuando no con hostilidad. Sin embargo, creo que desconfiaba más de su cuñado revolucionario que del minero, porque a aquel no lo hizo padrino de ninguno de sus hijos y a este lo hizo padrino de uno de ellos. En compensación por el afecto y la confianza que habían depositado en él, mi tío millonario le traía de Londres unos regalos alucinantes a mi hermano, por ejemplo, un tren eléctrico que ocupaba la sala entera.

Con los años el comunista siguió siendo comunista y el millonario, un genio de los negocios, encontró la manera de hacerse diez veces más millonario, si no cien. Alguna vez salió en una revista como uno de los diez hombres más ricos del país, pero era esquivo a cualquier forma de notoriedad, vestía ropas viejas y cultivaba con elegancia el perfil bajo. Con los años, mi padre perdió el trabajo, se vio envuelto en líos judiciales, yo lo ayudé poniendo a su disposición a un gran abogado amigo mío, y el tío millonario demostró su grandeza de espíritu, pues, a pedido de mi madre, le dio a mi padre un trabajo muy bien remunerado en su compañía minera y, además, le pagó todos los gastos médicos que no cubría el seguro cuando enfermó de cáncer. Esa fue la última vez que vi al tío millonario, en el velorio de mi padre. Me saludó fríamente, habíamos sido cercanos, pero luego nos alejamos porque le disgustaron mis novelas o quedó contrariado porque no le hice caso cuando me pidió en una larga carta manuscrita que no publicara la primera de ellas, una en la que yo me hacía también sospechoso de ser homosexual. Siendo ambos sospechosos de ser homosexuales, éramos, sin embargo, cordiales adversarios, rivales en el arte de la intriga, diestros en el chisme venenoso y la burla no exenta de ponzoña.

Cuando murió mi padre, el tío millonario, no siendo en apariencia tan religioso como mi madre, multiplicó sus gestos de afecto hacia ella, su hermana la beata, de la que antes se reía a carcajadas, y empezó a invitarla a sus frecuentes viajes a Europa y a los Andes, a vigilar de cerca sus minas. Ya enfermo de algún mal misterioso de necesidad mortal, el tío millonario al parecer encontró en su hermana devota el auxilio espiritual y el amor limpio y puro que le habían resultado tan esquivos la vida entera, acostumbrado, como estaba, a que lo buscaran por su dinero, para pedirle un préstamo, un favor, un trabajo. Pero mi madre no veía su dinero, veía tan solo su alma, y lo acompañó hasta el final, durmiendo al pie de su cama, en el suelo, hecha un ovillo, y lo ayudó a morir con el mismo aplomo con que él corría olas a pecho en los mares más bravos de la costa peruana.

De haber estado vivo mi padre, tal vez el tío millonario no le hubiese dejado una parte de su fortuna a mi madre, pero, como ella era viuda y le había dado tanto amor del bueno en sus últimos años, él se apiadó de ella y con gran generosidad le dejó mucho dinero, lo mismo que a dos de sus hermanas, más cercanas a él que mi madre en los tiempos en que no estaba todavía enfermo, y a casi todos sus sobrinos, incluyendo a mis nueve hermanos, y excluyéndonos deliberadamente a mí y a su hermano el comunista, las dos ovejas negras de la familia, a las que nos castigó sumiéndonos en el deshonor y la continuada pobreza. Pero mi madre, una santa, nada más heredar, se sintió tan apenada por nosotros, los desheredados, que nos dejó una minúscula porción de su fortuna, minúscula para ella, pero mayúscula para mi tío y para mí, que salimos de pobres gracias a la grandeza de espíritu de mi madre, siempre velando por el bienestar de los más necesitados. Mi tío comunista, una leyenda hasta el final, ya había vendido su hacienda y supongo que usó el dinero para seguir haciendo política con fines altruistas, y yo fui más egoísta y lo usé para comprar una casa en la isla, donde escribo estas líneas. Podría haberlo usado para financiar mi campaña política, pero mi salud era precaria, me habían dado un horizonte de vida, digamos, corto y decidí venir a la isla a vivir con tranquilidad el tiempo que me quedara por delante, sin perjudicar a nadie con empresas mesiánicas que casi siempre terminan mal.

No deja de ser irónico que mi tío millonario, sospechoso de ser homosexual, legase una parte de su fortuna a mi madre, que por sus ideas religiosas desaprobaba la conducta homosexual y tal vez creía que los homosexuales dejarían de serlo si rezaran tanto como ella, y me desheredara a mí, que había dedicado los últimos 20 años de mi vida a dar la pelea, como escritor y periodista, por el derecho de las minorías sexuales a no ser discriminadas y estar en pie de igualdad con la mayoría heterosexual. No deja de ser irónico, asimismo, que mi madre, siendo tan religiosa, y sabiendo que su hermano me había desheredado explícitamente, haya tenido la tolerancia, la generosidad y la amplitud de miras para darme dinero sin pedirme que me convirtiera a ninguna fe o cofradía ni dejara de ser quien yo creo que soy. No deja de ser irónico, por último, que yo, que tantas veces le había dicho a mi madre que era homosexual muy a su pesar, y que había proclamado tal condición por calles y plazas y casi con megáfono y en numerosos escritos inflamados, esté ahora casado con una mujer y sea el feliz padre de tres hijas nacidas todas del amor. No deja de ser irónico, finalmente, que la persona a la que más espero en mi improbable fiesta de cumpleaños número cincuenta sea mi madre, sin importarme ya si ella es homofóbica y yo homosexual o bisexual o sabe Dios qué cosa rara, imprecisa y en constante mutación.

Entre tantos locos en la familia parece que al final prevalece el amor y que esa fuerza es superior a los credos religiosos, las ideas políticas, las pulsiones eróticas y las apetencias monetarias. Mi tío perdonó a mi padre y luego a mi madre y ella me perdonó a mí y a estas alturas todos estamos perdonados y somos tan ricos que nos da pena morirnos, pero alguien tiene que morirse de vez en cuando en la familia para que los demás se reúnan y se den abrazos sentidos al pie de un ataúd recién cubierto de tierra.

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