Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com
Todos se han olvidado de que, en nombre de esa misma paz entre Perú y Ecuador que hoy se tambalea a causa de una triste sucesión de bravuconadas imbéciles, tantos jóvenes peruanos y ecuatorianos murieron desangrados sin auxilio en las trochas pantanosas del Cenepa, en la inhóspita Cordillera del Cóndor, en 1995. Yo lo recuerdo perfectamente porque lo vi. No me lo contaron, lo escribo porque lo vi. Soldados de dieciséis, diecisiete años, reclutas del servicio militar cargando al hombro fusiles más grandes que ellos: soldaditos enclenques, pobres hijos de pobres, los mismos que irán a matarse de nuevo si un día los prepotentes iluminados que nos mangonean se vuelven a levantar de mal humor, los mismos que siempre mandamos a pelear todas nuestras estúpidas, míseras guerras. Recuerdo esas marciales columnas de soldaditos en shorts, con pinta de boy scouts, abriéndose paso a machete en las colinas, dándose ánimos, coreando consignas de combate y, de repente, en plena marcha en la espesura, uno de ellos pisaba una mina antipersonal y su pierna volaba en pedazos: bum, otro mutilado, bum, nacía otro futuro héroe olvidado, la pierna salía disparada pesadamente, con bota y todo, de la rodilla para abajo no quedaba nada, astillas de hueso, sangre, jirones de carne, un colgajo de piel, más sangre. En toda la selva se oía el alarido del pobre chico que ni siquiera era soldado del todo que, de seguro, había sido pescado del pescuezo y arrumado en el camión de la leva, que ni siquiera sabía qué carajo estaba haciendo allí, que poco o nada tenía que ir a defender a ese monte endemoniado donde nadie sabía cuál era el barro propio ni cuál el ajeno, que hasta hace poco había sido cobrador de micro o guachimán o repartidor o canillita y que no tenía ni mierda qué ganar y que ahora, además, para colmo, perdía una pierna.
Cada mina equivalía a cinco soldados menos. La víctima y los otros cuatro que intentarían llevarlo cargado entre todos hasta la base, hundiéndose hasta los muslos en el fango, cayéndose y levantándose, turnándose para ajustarle el torniquete para que no se desangrara del todo. Cuatro mocosos que, aunque al final consiguieran la proeza de llegar con el compañero herido vivo hasta la base y aunque le donaran sangre en inenarrables transfusiones de brazo a brazo, terminarían, horas más, horas menos, viéndolo morir de todas maneras porque los helicópteros de ayuda jamás llegaban porque ya nos habían derribado tantos que en Lima se había dado la orden de suspender los vuelos de abastecimiento hasta nuevo aviso y, a veces, ni siquiera había chance de trasladarlos muertos hasta muchos días después. No me he olvidado de que, en esos días aciagos, por razones de seguridad nacional, a los periodistas nos estaba prohibido “difundir imágenes de derrota que generaran desazón o desánimo en la población” y que, por eso, porque sabían que si algo malo les pasaba nunca lo verían por televisión, las madres, desesperadas, abrazadas a las fotos de sus hijos defensores de la patria sacrosanta, se amanecían en las puertas de los canales para esperar a los enviados especiales que regresábamos del frente y nos rogaban que las dejáramos buscarlos en nuestros casettes de video y que muchas veces, luego de aguardar horas hasta que termináramos, como locos, de editar nuestros informes de amanecida, las dejábamos pasar y, muchas veces, luego de horas de paciente rastreo, los encontraban: unas veces pundonorosos, mandando saludos a la cámara, y otras veces malheridos en camillas. Cuando eso pasaba, yo ya sabía que lo más probable sería que, cuando finamente lo trajeran de regreso, por pequeño que fuera, lo llamarían “Gigante del Cenepa” y ya su cuerpo estaría uniformado de gala dentro de un cajón reluciente, gloriosamente cubierto por una bandera del Perú.
De todo esto se han olvidado todos los que otra vez ponen hoy a nuestros países al borde de un conflicto. Yo no he podido olvidarme de la expresión de pavor absoluto del soldado Chalá, magullado prisionero ecuatoriano al que, creo yo, nuestras cámaras salvaron de una muerte segura pues llegamos justo cuando una patrulla nacional le estaba dando un “escarmiento” tal que ya tenía un ojo descolgado de la cara. ¿En nombre de qué? De nada. Y en nombre de nada es que estamos volviendo a hacer todo lo necesario para que entre nosotros vuelva a florecer y enseñorearse la violencia. No será culpa exclusiva del embajador ni del canciller, ni de Humala ni de Correa. Todos le hemos arrojado gasolina al fuego esta semana. Todos. El que no supo respetar su lugar en la cola, el que no tuvo la humildad de decir “pase usted”, el que tuvo la bajeza de proferir una frase racista o sexista o clasista, el que no supo respetar la casa ajena, el que no supo respetar a sus mayores, el que no supo respetar a una mujer, el que respondió a un insulto con una bofetada, el que se hizo la víctima cuando era agresor, el que aprovechó el pánico para salir en todos los canales, el que respondió a una bofetada con un puntapié, el que aprovechó el laberinto para pedir una indemnización, el que no tuvo la grandeza de decir “también fue mi culpa”, el que escondió los videos y luego los dosificó, el poderoso que alcahueteó al abusivo, el que solo vio la paja en el ojo ajeno, el que entró con la pata en alto, el que tiró la piedra y escondió la mano y el que creyó que gritando más alto iba a verse más fuerte pero, sobre todo, el que no tuvo la sencilla grandeza de ofrecer una disculpa. Una simple disculpa que seguramente hubiera acabado con toda esta vorágine de soberbia, de intransigencia, de estupidez y de error. Pero no. No me importa y tu cuchillo que no corta. Por si esto termina en sangre, sería bueno que los niños peruanos y ecuatorianos –que nos contemplarán mañana con vergüenza– sepan desde ahora que si eso nos vuelve a suceder no será en nombre de ninguna elevada idea patriótica ni de ningún soberano sueño bolivariano. Será solo en nombre del absurdo que ha reinado esta semana entre Perú y Ecuador, que es el mismo maldito absurdo cuya bandera flamea, legendaria, en todas las guerras.
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