A veces parece que el Perú se nos cae a pedazos de nuevo y estamos como antes. No es tanto así. Lo que pasa es que se hace difícil digerir tantas cosas a la vez sin atragantarse.
Nos indigesta tener un gobierno mediocre y darnos cuenta de que la oposición no lo es menos. Que en nuestro Congreso muchos, quizá la mayoría, pueden canjear CV por prontuario. Que nuestro fiscal de la Nación esté en la estacada por acusaciones de complicidad con el peor caso de corrupción del post-fujimorismo. Que las llamas del otro affaire del momento rocen demasiado cerca a nuestra pareja presidencial.
Que varios gobiernos regionales (y quién sabe cuántos municipios) estén encabezados por pillos (nuevos o reelectos). Que ladrones de casas y arrebatadores callejeros sean ahora niños de pecho comparados con los extorsionadores y sicarios.
Que no tengamos ya el bálsamo de una economía que llegó a crecer con la fecundidad que se instaló en los establos de Petra Cotes y Aureliano Segundo.
Pero es importante no perder la perspectiva. El Perú es otro y mucho mejor que el de hace una generación atrás, cuando, por buenas razones, pensábamos que no habría salida del reino del espanto en que nos habíamos encerrado.
Hace 25 años el terrorismo, la hiperinflación, la miseria, la escasez, así como el colapso de los servicios y la infraestructura, se daban la mano con un Estado inutilizado por la violencia, el populismo, la corrupción y la incompetencia.
Estamos lejos de todo eso. Ha costado salir del foso. No es seguro que todas las lecciones para no volver a caer en él se hayan aprendido, pero, de que estamos mucho mejor, no cabe duda.
(Ah, me olvidaba, cuánto mejor estaremos que ahora tenemos a un ministro del Interior que, cuando les habla de la seguridad a los empresarios en el CADE, ya no asusta ni preocupa; más bien, arranca aplausos y carcajadas. ¿Se reían con él o de él? ¡Eso qué importa! Lo cierto es que la pasaron bien).
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