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Opinión

La desaparición física de Hugo Chávez supondrá, como siempre ha sido en la historia, una lucha de poder de sus adláteres.

Mauricio Mulder, Pido la palabra
Congresista

Aunque quiera dársele el contenido político de una reanimación revolucionaria, lo cierto es que toda la variopinta fauna de la izquierda totalitaria latinoamericana sabe que está frente al inicio del fin del modelo estatal-dictatorial-relacionista, y eventualmente corrupto, que Hugo Chávez capitaneó en nuestro continente desde las épocas de su primera elección, en 1999, cuando juró sobre la “moribunda” Constitución de Venezuela.

Chávez ha sido el más activo y arrogante promotor de ese modelo seudodemocrático que no es otra cosa que la consecución práctica del principio totalitario de que el poder desgasta al que no lo tiene y, por lo tanto, hay que conservarlo hasta la muerte. Todo lo demás, el lenguaje revolucionario, la confrontación de clases, el asistencialismo descomunal, el supuesto unionismo latinoamericanista, son sólo mecanismos de justificación del objetivo supremo de permanecer en el poder a toda costa. Se trata sólo de camuflajes justificativos.

El modelo supone la subyugación de las masas por la vía del asistencialismo, que en casos como Venezuela o Brasil llega al paroxismo con casi la mitad de la población dependiendo de alguno de los múltiples subsidios inventados para tales efectos. Millones de personas que no trabajan, pero que desayunan, almuerzan y comen gratis por cuenta del Estado, lo reciben a cambio de su fidelidad electoral.

También supone la concentración del poder en una argolla de incondicionales y una política de mano dura contra todo lo que se le oponga, sea la prensa (Ecuador, Bolivia) o la oposición (Argentina, Venezuela, Bolivia). Cuando no es mano dura se opta por la compra de almas (Brasil, con el famoso ‘mensalao’).

Esa concentración es irremediablemente corrupta por ley humana. El poder absoluto corrompe absolutamente. Los casos son, por lo general, denunciados por la prensa opositora, pero no tienen rebote judicial o congresal justamente porque no existe equilibrio de poderes. Son conocidos los casos de la llamada “boliburguesía” venezolana, que gusta de pasear en camionetas Hammer y ostentar fortunas, como incluso la misma familia de Chávez. Cristina Kirchner, como todos sabemos, ha demostrado la notable habilidad de demostrar que mientras más está uno en el poder, más se enriquece. Dilma Rousseff, por su parte, ha tenido que destituir a siete ministros por corruptos. Y otra forma de corrupción ha sido, sin duda, la seguidilla de hijos que le aparecieron al obispo-presidente paraguayo Fernando Lugo.

No estamos diciendo que estas características sean privativas del modelo, pero sí que, sin ellas, este no resiste. La desaparición física de Hugo Chávez supondrá, como siempre ha sido en la historia, una lucha de poder de sus adláteres y un deterioro político de sus huestes. Ello debilitará el proceso de toma de decisiones políticas específicas, hasta ahora incuestionables en su país –en donde él es un monarca–, como, por ejemplo, el de la libre disposición personal de los miles de millones de ‘petrodólares’ con los que refuerza su diplomacia regional y de los cuales dependen directamente varios países, sobre todo caribeños, miembros de la llamada ALBA.

Hoy, es evidente que esos países y sus presidentes están buscando amortiguar el impacto –que irremediablemente vendrá– apoyando como puedan lo que llaman “el constitucionalismo” venezolano, que no es otra cosa que el pronunciamiento de la Asamblea Nacional y del Tribunal Supremo, ambos dominados por el chavismo.

Pero no es mucho lo que puedan hacer. El reflujo de los pueblos en su devenir histórico es indetenible.


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