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Opinión

No hay institucionalización del diálogo. No se queda para después en reuniones de seguimiento o en pláticas entre técnicos.

Mauricio Mulder, Pido la palabra
Congresista

Recuerdo que la noche del 19 de julio de 1977, evaluando la contundencia del paro nacional de ese día, –el más firme que yo haya visto– Haya de la Torre, reunido con varios compañeros entre los que se encontraba Julio Cruzado Zavala, secretario general de la CTP –que había brindado un informe al respecto– señaló, a modo de conclusión, que era muy probable que a partir de allí el gobierno militar de Morales Bermúdez iría a anunciar una etapa de diálogo con lo que entonces se llamaba la “civilidad”.

No se equivocó. Morales Bermúdez llamó a un proceso de “institucionalización” del diálogo y propició sendas reuniones con distintas fuerzas políticas, la mayoría a puerta cerrada, de las cuales surgió la idea de entregar el poder a los civiles previa elaboración de una nueva Constitución por parte de una Asamblea Constituyente.

Recuerdo también una reunión reservada, pero no secreta que varios dirigentes del PAP tuvimos, en el año 2004, con el entonces presidente Alejandro Toledo, que atravesaba alarmantes momentos de desprestigio ciudadano. En ella se abordaron muchos temas sectoriales y políticos y surgieron, incluso, compromisos de acción inmediata y hasta proyectos de ley conjuntos, ninguno de los cuales fructificó en nada. Pasado el momento y las ganas, todos volvimos a nuestras agendas originales, privilegiando nuestros disensos sobre nuestras confluencias.

Nada parece indicar que hoy será distinto. La primera impresión que tengo es que hay un desorden displicente de este diálogo.

Primero, al comienzo concurría el primer ministro Jiménez acompañado de su carnal Pedro Cateriano, ministro de Defensa, y en la conferencia de prensa se colaron dos ministras más. El ministro del Interior o la ministra de Educación o el de Economía ausentes, aunque los principales problemas del país sean la seguridad ciudadana, el abandono educativo o la incertidumbre económica. Y ni qué decir del propio presidente Humala y de su poder tras el trono, que se hace llamar “presidenta” a cada rato. Ausencia total. Pero luego, hasta Cateriano se fue a otra cosa, y Jiménez se quedó completamente solo.

Segundo, el formato de conversación. Sin papeles, sin asesores, sin agenda, sin cronograma. Incluso en una sala, no en una mesa de reuniones. Todo es improvisación. A lo que salga. Los temas son libres y la rutina sencilla: los invitados hablan, el primer ministro solo escucha. No hay exposición ni explicación del punto de vista del gobierno. Cero.

Tercero. No hay institucionalización del diálogo. No se queda para después en reuniones de seguimiento o en pláticas entre técnicos. Los dirigentes partidarios salen a su conferencia de prensa y buenas noches los pastores. ¿En qué quedan? ¿Cuándo se vuelven a reunir? ¿Cuándo se reúnen para tratar casos concretos o políticas específicas? Nada se sabe.

Cuarto. No hay respaldo presidencial. Humala no cree en diálogos. Solo cree en órdenes, ya sea para darlas, ya sea para obedecerlas. Desde el “yo no dialogo con candidatos” hasta el adjetivo de “soberbios” que lanzó, se nota que no quiere saber nada con el tema.

Conversando se entiende la gente y, sin duda, aunque fuera una simple conversación de amigos nadie pierde con un simple intercambio de palabras. Y es, además, gratis. Pero la ciudadana espera algo más. Espera soluciones conjuntas, respuestas precisas. Combatir la delincuencia, proteger a los trabajadores, crear empleo, erradicar la corrupción, limpiar la política de tramposos y corruptos, fomentar la inversión, proteger el medio ambiente.

Si no, el país creerá que estamos ante una nueva repartija.


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