Los debates sobre el consumo de leche y sus sustitutos han puesto en evidencia que comemos sin saber lo que comemos, y que damos a nuestros niños alimentos sin saber bien por qué. La figurita de las etiquetas vale más que la explicación en letra chiquita en la comida industrializada.
Pero no es tema solo de etiquetas. Nos alimentamos mal. No es que falten alimentos, es que comemos sin evaluar las consecuencias (en la salud). Sea por desconocimiento o por sesgos producto de la publicidad, comodidad, moda, etc.
La evidencia de que estamos mal es contundente. La anemia en niños menores de 3 años no baja (43%, según Endes 2016), a pesar de que casi el 30% de niños consume suplemento de hierro. El sobrepeso y la obesidad en la población adulta es preocupante. Hoy, según Endes 2016, 1 de cada 3 adultos tiene sobrepeso y 18% obesidad. Solo 11% consume las frutas y verduras recomendadas.
Las consecuencias las pagamos todos. El sistema de salud enfrenta enormes retos para atender las enfermedades derivadas de la mala alimentación, y los niños mal alimentados crecerán y serán una generación con más restricciones para desarrollarse.
Esto exige una política de alimentación efectiva. Es posible lograrlo. La desnutrición crónica infantil cayó de 28% a 13% en 10 años porque acordamos como país un plan de calidad, efectivo, articulado, y que sostuvimos en el tiempo. Urge lograr lo mismo con un plan mayor a favor de una alimentación saludable. La industria, las modas y la publicidad deberán sumarse a ello.
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