Cuando hace poco la oposición democrática logró la mayoría absoluta en el Congreso venezolano, los defensores del chavismo, aquí y en otras partes, pretendieron que esa era la demostración del talante democrático del régimen. Con qué facilidad olvidaban todo el proceso previo de uso perverso de las instituciones para favorecer a sus candidatos. (Por cierto, algo idéntico a lo que hizo el fujimorismo para las elecciones del 2000). Queda claro ahora que, si reconocieron el resultado, solo fue por la imposibilidad de hacer otra cosa. No sé si fue exigencia de los militares, pero lo cierto es que, desde el día siguiente, empezaron de nuevo a hacer trampa para quitarle poder al nuevo Congreso elegido.
Entre las cosas más graves está la instalación en la sede del Congreso de un inexistente legalmente “parlamento comunal nacional” que funcionará como un “mecanismo legislativo que permita al pueblo disponer de recursos, jefaturas, toma de decisiones, leyes”. Luego, adelantándose a los plazos y aprovechando los últimos días de una mayoría ya solo formal y carente de toda legitimidad democrática, nombraron a 13 jueces supremos y 21 suplentes, todos ellos partidarios del régimen, con el objetivo de fortalecer el control de las instituciones y quitarle poder a la Asamblea. Queda claro que lo que se viene en Venezuela va a ser extremadamente difícil. Maduro y Cabello no van a reconocer las decisiones de la Asamblea y usarán subterfugios, supuestamente legales, para bloquearlas. En otras palabras, la mayoría que el pueblo eligió para hacer cambios urgentes, en una Venezuela hambreada por el pésimo manejo de la economía, enfrenta un reto tremendamente complicado.
¿Qué hacer si el resultado electoral es desconocido en la práctica? ¿Cuánto puede aguantar un pueblo cada vez más golpeado por la ineficiencia, la corrupción y el abuso? Si el 2015 fue terrible para Venezuela, el 2016 no pinta mejor.
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