Se acaba el plazo para las reformas electorales. Hay un paquete básico, más o menos consensuado, que está incluido en la propuesta conjunta del Reniec, ONPE y JNE. (Por cierto, según Ipsos, la 1, 2 y 9 en el ránking de las instituciones públicas en las que más confía la población).
Estamos hablando de eliminación del voto preferencial, elecciones internas fiscalizadas por la ONPE y sanciones efectivas al mal manejo de dinero de campaña.
No es que estos cambios vayan a convertir a nuestro próximo Congreso en un coro de ángeles y sabios, pero algo podríamos avanzar en ese propósito.
El problema es que quienes tienen que cambiar las reglas de juego, los congresistas (a la sazón, quienes han colocado a su institución en el último lugar del ránking aludido), son producto del sistema anterior; aquel que se requiere cambiar para que el próximo Congreso no sea peor que el actual (aunque parezca mentira, eso es posible).
Están jugando a que reforman, pero los cambios que han hecho son irrelevantes o contraproducentes. La curul vacía es virtualmente inaplicable.
El fin de la reelección de gobernadores regionales y alcaldes (nuestros otorongos se han autoexcluido) impide a los pocos buenos tener, al menos, una oportunidad más y acelera el impulso a la corrupción de los que saben que se van pronto.
La “representación” para los peruanos en el exterior se da en detrimento de los que viven en el interior. Lo importante no se discute. Es más, se ponen bravos contra los organismos electorales y los acusan de entrometerse en la “majestad” del Congreso: “¿con qué derecho exigen que se discutan sus propuestas con prioridad?”, “¿qué tal lisura querer fiscalizar las elecciones de mi partido?”.
Si no hay una presión inmensa de la ciudadanía por introducir cambios reales y efectivos en la legislación que hagan algo más decente y eficaz nuestra democracia, lo que viene va a ser peor.
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