22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Cuando era niño vivíamos en un departamento de San Isidro, en la calle Pezet, con vista al club de golf. Tenía dos hermanas mayores, nacidas con una diferencia de año y medio, y luego venía yo, el hijo mayor, el esperado varón, el que llevaba el nombre de mi padre y mi abuelo paterno.

El departamento era bonito, confortable, y mi abuelo, que era hombre de dinero, se lo había regalado a mi padre, que era cojo desde niño, no había ido a la universidad, no se distinguía por su inteligencia y era bueno para nada, salvo para coleccionar armas de fuego, pistolas, revólveres, escopetas, carabinas y toda clase de cuchillos. Mi abuelo le había regalado el departamento cuando mi padre se casó, y también le regaló un auto americano, enorme, y le consiguió trabajo en la General Motors. Tal vez sentía culpa porque su hijo mayor era cojo, bruto, díscolo, peleón, y se sentía obligado a darle casa, auto y trabajo para que no fuera una mancha en su familia.

Mi padre, entretanto, solo tenía una pasión, o una ramificada en varias: las armas, las guerras, los militares, las broncas con los vecinos. El departamento de Pezet, no siendo muy espacioso, era ya un arsenal bien apertrechado, y papá andaba siempre armado, y con frecuencia se le escapaban disparos, él decía que accidentalmente, que rompían un espejo, una ventana, dejaban un orificio o varios en la pared, y mi madre lloraba y yo tenía pavor de que no fuesen balas perdidas sino intentos de mi padre, en sus desmanes alcohólicos, por amedrentar a mi madre, hacerle sentir su poder de macho y dispararle un balazo que le rozara la cabeza e hiciera añicos el espejo en el que ella estaba maquillándose. No fueron pocas las balas perdidas en aquel departamento donde cada tanto estallaba un estruendo, un fragor metálico y quedaba flotando el olor espeso de la pólvora, mientras mi madre lloraba, rezaba y se encerraba en el baño.

También ocurría cada tanto que los vecinos del edificio hacían fiestas más o menos bulliciosas, se ponían a bailar, metían ruido hasta las tres de la mañana, hacían rumbas y parrandas, y ni siquiera tenían la cortesía de invitar a mis padres, porque le tenían pánico a ese vecino con sus pistolas al cinto, su bigote pistolero y su expresión adusta, avinagrada. No sé si porque no lo invitaban a las pachangas o no lo dejaban dormir o le recordaban que otros eran más felices que él y podían bailar parejo y sin renguear, mi padre, que iba pudriéndose de la rabia, llegada cierta hora, las dos de la mañana, sacaba las pistolas y los revólveres, abría las ventanas con vistas al golf y comenzaba a disparar ráfagas de tiros al aire, decenas de disparos que daban la impresión de que había comenzado una guerra de los cojones en el edificio de seis pisos. Luego gritaba obscenidades, amenazas, mentadas de madre a los vecinos bailarines, acusándolos de maleducados, borrachos, cholos piojosos, mariconcitos pelucones, y les hacía saber que si la fiesta continuaba, subiría él mismo y les haría caer una lluvia de plomo parejo que los dejaría, si no muertos del todo, lisiados, malheridos y con seguridad incapaces de seguir bailando siquiera un valsecito. Pues los tiroteos y gritos procaces de mi padre eran más eficaces que llamar a la policía y las fiestas terminaban súbitamente y se hacía una paz de camposanto y los invitados se retiraban del edificio encorvados, agachados, reptando, temiendo ser abatidos por el francotirador que odiaba la música, el baile y la felicidad.

Luego nació otro hermano, y otro más, y otro más, en el departamento mi madre traía a un bebé cada año y medio, incluso cada catorce meses, porque mis padres eran religiosos y se habían propuesto tener todos los hijos que Dios les mandase, y no creo que mi padre hiciera el amor con mi madre, que fuera un amante paciente, delicado, que le esperara el orgasmo para luego terminar él, me imagino que era una bestia desenfrenada que, soliviantado con tragos, después de limpiar sus pistolas, luego de leer sus libros de guerras, de cómo los rusos violaron a las alemanas al entrar en Berlín, cómo los chilenos violaron a las peruanas al entrar en Miraflores, entraba al cuarto donde mi madre rezaba, al tiempo que atendía a sus críos, y se montaba sobre ella y se de-sahogaba toscamente, como un toro bravo, sin hacer concesiones al romanticismo, con mi padre no había cursilerías y todo era una guerra, incluso el sexo. Éramos entonces ya tantos niños en el departamento, y eran tan frecuentes los incidentes de tiratiros y las amenazas a los vecinos, que mi abuelo, que por suerte tenía dinero, tuvo la juiciosa idea de regalarle a mi padre una mansión en Los Cóndores, una casona de diez mil metros cuadrados, de las mejores del cerro, que había sido de él pero decidió ceder a su hijo cojo, bruto, pistolero y hacedor de un hijo cada año y medio. El abuelo, hombre culto, lector en tres idiomas, melómano refinado, viajero todos los veranos a Salzburgo y Viena, coleccionista de arte, pintor aficionado y de escondido talento, se compró otra casa en Los Cóndores, no tan grande, más a la medida de sus necesidades, con vista al club y a pasos de las canchas de squash, donde se agitaba con frenesí y le daba a la pelota los golpes que no podía darle al toro salvaje de su hijo.

Fue así cómo, gracias de nuevo al abuelo, nos mudamos a la casa de Los Cóndores, una casa tan grande que no alcanzabas a ver donde terminaban los jardines en andenes, tan grande que parecía una granja con patos, conejos, loros, cacatúas, gallinas, pollitos, ratas que se comían a los pollitos, perros de los nuestros y de los vecinos que a veces invadían la casa y que papá, si estaba en un mal día, se los despachaba de un tiro seco. En esa casa nadie era feliz, pero era tan grande que podíamos escaparnos unos de otros, y mi padre limpiaba sus pistolas, se echaba sus tragos y oía los programas de la BBC de Londres, y mi madre me llevaba a las muchas grutas de sus virgencitas a rezar el rosario en latín, y mi hermana mayor subía a su casita en el árbol, y los más pequeños se metían a los corrales, ahogaban a los patos, estrangulaban a las cacatúas y metían a los pollitos al horno, hasta que un olor a quemado animal alertaba a mi madre o las empleadas de que tres pollitos se habían chamuscado vivos en el horno. Era la locura, pero estábamos menos hacinados y yo vivía apegado a mi madre, a quien adoraba, y con quien rezaba el rosario todas las tardes en latín, rogándole al Altísimo que mi padre no saliera enfurruñado y nos acabara a tiro limpio como disparaba a placer contra las palomas, los colibrís, las ratas, los pericotes, las águilas y halcones, cualquier animal que se moviese y despertase su instinto de cazador, así fuera un perro chusco, un aguilucho o un picaflor, papá sacaba sus armas y mataba todo lo que pudiese y luego se sentía más relajado.

En esa casona de Los Cóndores, a una hora de Lima por una carretera averiada, catastrófica, atestada de camiones que expulsaban humos tóxicos, cuyos conductores solían ser insultados a viva voz por mi padre, viví ocho años, entre los seis y los catorce, y no me fui porque me botaran sino porque no aguanté más. La casa estaba llena de perros y los jardines estaban llenos de cacas de perros y los domingos mi padre me despertaba temprano y me obligaba a recoger todas las cacas de los perros, decenas de mojones amarronados, mierdas enroscadas, excrementos rodeados de moscas. Era un asco, una humillación, y yo odiaba a mi padre por rebajarme de esa manera. Cuando terminaba, exhausto y oliendo a caca, me obligaba a lavar los carros, con lo cual mis domingos eran los de un cadete en cuartel, sin día de franco. Un domingo no aguanté más, desinflé las llantas de los carros y salí corriendo por la bajada de Los Cóndores y, sin plata en el bolsillo, pero con la determinación de ser libre, me subí a un ómnibus al centro de Lima.


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