La mirada habitual a esta fuerza política es verla como un cogollo duro y vertical. Keiko Fujimori es la líder absoluta y sus órdenes son cumplidas sin dudas ni murmuraciones. En la estructura piramidal de la organización naranja, las órdenes fluirían desde la líder hacia los más allegados, como los miembros del chat del “mototaxi”. Luego estos se encargarían de repartir los encargos hacia el batallón congresal y hacia los operadores externos.
Su amplia mayoría en el Parlamento se traduciría en “hacer lo que les da la gana”. Eso, sin embargo, no son las propuestas de campaña que Keiko Fujimori anunció que iba a convertir en leyes mediante su bancada, sino en una agenda conservadora.
Otra faceta de esta perspectiva son las decisiones de interpelar, censurar o pedir renuncias, que vendrían desde el alto mando, con el objetivo de ostentar su poder. Las versiones de sus voceros respecto al futuro de Vizcarra, algunos pidiendo su renuncia a la vicepresidencia, otros moderando las ofrendas, serían una estrategia de escopeta de dos cañones, coordinada desde la dirigencia.
Pero por algunos resquicios el fujimorismo muestra que esa visión no es del todo cierta. Es difícil coordinar y mantener leales a parlamentarios con agendas propias. El fujimorismo requirió una ley antitránsfuga para evitar deserciones. No son un núcleo duro. ¿Cuántos no están satisfechos con la repartición de poder dentro de la bankada? ¿Cuántas Vilcatomas fugarían si no corrieran el riesgo de convertirse en parias legislativas?
De hecho, hay grupos internos. Las diferentes posiciones con respecto al indulto, por ejemplo, son evidencia de que existen contradicciones entre los cañones de la escopeta. El objetivo es que cada cañón obedezca a la generala, y que no surja un coronel alternativo que quiera apropiarse de la artillería.
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