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Opinión

En su libro El futuro de la libertad (2003), el politólogo Fareed Zakaria cita a George Stephanopoulos, uno de los estrategas políticos de Bill Clinton: “Si Al Gore (ex vicepresidente de Clinton) quiere postularse para la candidatura, deberá recaudar el dinero necesario, obtener buena publicidad y subir en las encuestas, lo cual le granjeará, a su vez, una mayor cantidad de dinero y mejores titulares de prensa. Lo que opinen los veteranos del partido es irrelevante porque ya no existe el partido. Los que se consideran a sí mismos ‘veteranos’ no son más que viejos políticos que buscan algo que hacer”. Finalmente, Al Gore fue el candidato del partido demócrata que compitió en las elecciones del año 2000 contra el republicano George W. Bush, y perdió tras un reñido y largo recuento de votos en el estado de Florida.

A partir de esta reflexión, Zakaria afirma: “(…) en este nuevo sistema más ‘democrático’ hemos conocido a muchas más dinastías políticas, funcionarios célebres y políticos multimillonarios que anteriormente”. Y luego presagia: “A medida de que el partido político sigue decayendo, ser rico y/o famoso se convertirá en el camino habitual para aspirar a un cargo político importante”.

Trump y Clinton son perfectos ejemplos de esta distorsión política, en la cual dinastías (Bush, Clinton, Kennedy) o gente millonaria y famosa se convirtieron en los principales candidatos de EE.UU., donde desde hace tiempo colapsa el sistema bipartidista como en muchas naciones occidentales (España, Grecia, Austria, etc.).

La elección de Trump es una señal más de que la política, tal como la conocimos desde la post II Guerra Mundial, se desploma y los paradigmas para futuros jefes de gobierno cambian a varios megabytes por segundo. Y ahora el miedo…


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