Una de las grandes virtudes de la democracia de Estados Unidos es su funcional división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y también, la de cada estado e instancia municipal del país (ciudades, distritos, etc.), que gozan de gran autonomía.
Trump parece enfrentar al poder federal (central) con el regional (gobernadores y alcaldes), como no había ocurrido desde los tiempos de la guerra civil de EE.UU. de 1861 a 1865, cuando los estados del norte –liderados por Lincoln– se enfrentaron contra los del sur, separados por la proclama de la emancipación de los esclavos que hizo el presidente. Ante el decreto de Trump para que todos los estados del país entreguen información que identifica nombres y ubicación de los inmigrantes ilegales, los alcaldes de varias de las llamadas “ciudades santuario” –aquellas que sostienen políticas que ofrecen refugio a los ilegales– ratificaron que no colaborarán con lo exigido por el presidente. Trump ordenó, entonces, que parte del presupuesto nacional destinado a las regiones no sea entregado a estas ciudades, pero los alcaldes de estas urbes –muchas de ellas las más pobladas del país como New York, Los Ángeles, Chicago, San Francisco, Miami– insisten en que buscarán la manera de ampliar sus presupuestos para no cooperar con el presidente, mientras más ciudades se van uniendo a esta “rebelión”.
La “guerra” entre el Poder Ejecutivo, en manos de una persona con rasgos autoritarios, contra otros poderes del Estado ha comenzado, poniendo a prueba la solidez de la institucionalidad de EE.UU. Y Trump irá comprendiendo que pasó de ser el juez de El Aprendiz (su reality show), a ser un aprendiz sujeto a las leyes republicanas de su país.
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