Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com
Tengo el poder de darme perfecta cuenta que, de los 10 periodistas que, por esta vez, me siguen en el ranking hay dos que han sido mis jefes y me han enseñado algo de lo poco que sé: Nicolás y Augusto. Hay otros dos que tienen más rating, más años ininterrumpidos de éxito en el aire y que ganan, por ello, bastante más plata que yo: Magaly y Federico. Hay dos con los que compito cada mañana: Federico y Augusto. No hay ninguno del horario de las 11 de la noche. Ajá. Hay uno al que invitan a más cócteles porque, probablemente, es el que mejor viste, más azules ojos tiene y mejor apellida: Jaime De Althaus. Hay una a la que sigo desde que ella era reportera cuando yo estaba en el colegio y soñaba con chambear también algún día en la tele: Mónica Delta. Hay otra que me aborrece porque sabe que nunca me la he tomado demasiado en serio: Rose Marie. Y hay otros dos –Mariátegui y la Chichi– con quienes nos saludamos siempre sonrientes aunque, en el fondo, no nos traguemos del todo. (Es la relación más sincera que puede existir entre dos coleguitas del Perú). Una constatación interesante: Los diez periodistas televisivos elegidos en el sondeo también hacemos prensa escrita. Y ocho de los diez nacimos en ella. Hay que hacer todo el esfuerzo posible por intentar escribir mientras se habla, por supuesto, porque al final, también se habla con letras.
Tengo el poder de tener perfectamente claro que el dulzor de las pocas, modestas victorias presentes es un fogonazo de artificio, tan deslumbrante como pasajero. Que más que un diploma o titular qué colgar en tu pared, el recuerdo de que un día estuviste arriba será la colchita que te arropará el día en que algo te salga chueco una vez más y te toque volver a estar abajo. Tengo el poder de haberme pasado días enteros con la misma casaca prestada, fatigando la nieve de ciudades extrañas con cinco dólares, un trozo de chocolate, media botella de agua en los bolsillos y ninguna idea de dónde chucha iré a pasar la noche. Tengo el poder de comparar eso con esto y viceversa. Y de conocer perfectamente la diferencia. Tengo también el superpoder de la antipatía que, a lo largo de mi vida profesional, ha sido siempre el mejor repelente contra insectos voladores y rastreros porque los ahuyenta eficazmente produciéndoles algo muy parecido al temor, aunque nunca llegue a ser temor pues es solo duda, desagrado, sospecha, incomodidad, solo gloriosa e invencible antipatía. Tengo, en cambio, el poder mágico de atraer con mi sola presencia a los perros. A los rottweiller rechonchos del serenazgo, a los chuscos carachosos del mercado, a los poodle amaestrados del circo, a los dorados labradores de mis vecinos, a los feroces pitbull de los malandrines, todos ellos –los perros, digo–me aman a primera vista, al primer olfateo me adoptan, sin excepción, soy algo así como su flautista de Hamelín, soy el pastorcito de los canes, soy el mejor amigo de tu guau guau. Tengo el implacable poder que me dan los amigos de acero. Los viejos amigos que me cuidan como si fuera su hijo con habilidades especiales, que me abrazan fuerte si la achunto, que me sostienen cuando trastabillo, que me recogen con cucharita cada vez que me derrumbo y que me resondran furiosos si descubren que la estoy cagando de nuevo. Tengo el poder de confiar completamente y estoy listo para volver a poner mi cabeza al fuego.
Tengo el poder de que mi aterciopelada y viril voz sea reconocida al toque por los chicos del delivery de los chifas acelerando considerablemente la llegada de mis habituales pedidos de siu-mais, pac pow y chijaukay, dada la considerable celebridad interdistrital que han alcanzado mis exageradísimas propinas. Tengo el poder de ignorar cuánto tengo realmente en mi cuenta de banco, de abominar la angurria, de no sacar calculadora para dividir entre todos la cuenta del restaurant con decimales periódicos puros. Tengo el poder del ridículo y, en consecuencia, también el de la risa. Cuando me río pongo especial cuidado en reírme de modo orgánico, biológico, integral. Cuando me río, me desmondongo sin remedio. Estoy convencido de que no hay mayor gozo en esta vida que cagarse fabulosamente de la risa y yo tengo el poder de una risa infecciosa que se desborda, se esparce por el aire y contagia a todo aquel que la respire como si fuera el bacilo de Koch. Mi carcajada puede sostener solita la sintonía de un sketch cómico. Mi sola carcajada puede sostener en el aire a un albañil que se cae de la escalera como en el famoso milagro de Fray Martín. Hasta en los trances más horribles e infortunados de mi vida, reírme me ha servido para no meterme un balazo. Reírme me ha salvado, varias veces, del infierno. Pero tengo también el poder del silencio: cuando llego a casa nunca enciendo música ni TV, no necesito de ruidos que me acompañen. Al revés, los elimino. Neutralizo hasta el tic-tac de un reloj, hasta la ducha que gotea. Me encierro en mi plácida burbuja. Después de una semana de trabajar como un asno tenaz, un día entero de quietud me estabiliza, me apacigua, vuelve a poner todas las piezas del rompecabezas de nuevo en su lugar. Admito, eso sí, que no tengo el poder de la fidelidad, soy ligero de cascos y por los prados, galopo, Jayu Silver. Todo lo cual me otorga el poder colosal de aceptar siempre y en todos los casos, que la gente es indómita y veleidosa, impredecible y fugaz, que la gente siempre viene y va, que la gente no es de nadie, que no es mueble, que se mueve y que también se muere y si no se muere da lo mismo porque, tarde o temprano, igual se va pero cuando se va también se queda porque hasta en el marcharse del todo fracasa y te deja impregnada una parte de su melodía y de su luz y de su aroma. Porque permanece la alegría que su alma, al contacto con la tuya, desencadenó como en un impresionante incendio forestal. Y, a final, no hay poder más inmenso que ese, el único que, en verdad, se queda contigo.
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