Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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En enero de 2001, traumatizado por mi fracaso en Telemundo, sin juego en la televisión de Miami tras aquel paso en falso, decidí volver a Lima y pasar un semestre turbulento en la ciudad donde nací, comentando la campaña presidencial desde un programa de televisión, El Francotirador, que, los sábados por la noche, en el canal 2, marcó mi regreso a las ligas locales, después de unos buenos años jugando en el extranjero, con suerte dispar.
No por méritos propios sino por el estado de calentura o fiebre insana que suele invadir a los ciudadanos del país cuando somos convocados a votar cada cinco años, el programa de televisión fue acomodándose al gusto de la gente y me di el lujo de entrevistar a los principales candidatos. Fiel a mi naturaleza de cruzado fanático o predicador, comencé apoyando a un candidato y luego le declaré una guerra sin cuartel por negarse a reconocer a su hija y terminé haciendo el ridículo y pidiendo el voto en blanco. Por supuesto, ganó el candidato que negaba a su hija, y el dueño del canal, que lo apoyaba y era su amigo, me despidió y acusó de ser un mal periodista, un periodista que usaba su poder para apoyar causas perdidas.
Esos meses entre enero y junio de 2001 los viví en un hotel austero, sin grandes alardes, en los suburbios arenosos de la ciudad, frente a un campo de golf que la niebla escondía o difuminaba, cerca de la casa donde vivían mis hijas. Gané algo de plata, gané enemigos poderosos, me metí en cincuenta mil líos, me tiraron huevos, tomates y pintura, me robaron tres veces la billetera por hacer campaña inútil por el voto en blanco y conseguí lo que, después de mi fracaso en Telemundo, más me obsesionaba: tener éxito en un canal de televisión, no importaba si eso suponía un aparente descenso, volviendo a jugar en las ligas peruanas. Si ya no me querían los clubes del extranjero en los que antes había jugado haciendo mis aspavientos, tenía que contentarme con los clubes locales, eso era mejor que retirarme con el estigma del fracaso. Los hombres de televisión, como los futbolistas, se resisten a aceptar la decadencia y creen que el próximo año será el mejor.
Me fui un par de meses de Lima, suficientes para extrañar a mis hijas, y luego volví al mismo hotel, el mismo cuarto, pero no al mismo canal. Me contrató el canal 5, donde había comenzado mi carrera como periodista. Me dieron un horario que no me era extraño, lunes a viernes, once de la noche, en vivo. Conseguí a un músico, un enano, un travesti y una productora y montamos el circo con una sola consigna: ya basta de hablar en serio de política, vamos a divertirnos. Decapité al periodista, amarré al escritor y liberé al loco genético que malvivía en mí.
El programa era un carnaval, una orgía, un burdel, y yo me agitaba como un energúmeno cuando las vedettes de moda venían a sobarse conmigo y me daban besos infecciosos, y el estudio se llenaba de una multitud de sapos, ganapanes, espontáneos, pirañitas, mañosos, pajeros y fans enamoradas con visible sobrepeso, y yo sentía que si no había podido ser el Letterman hispano en Miami, qué más me quedaba sino ser el Letterman peruano, tarado, pingaloca, amariconado, una especie de hijo idiota que Letterman había dejado en las costas peruanas, un hijo bastardo, un entenado, su hijo negado, su Zaraí.
El programa se llamó La noche es virgen, como la novela, y tuvo cierto éxito y a fin de año me pidieron hacer una temporada más y yo les dije muy bien, pero me tomo el verano libre, como hace Tinelli, como hace Susana, como hace el gordo Lanata, de enero a fines de marzo me voy de vacaciones, no sé adónde, porque yo no tengo casa ni chalé en Punta del Este, y en abril volvemos. Perfecto, Jaimito, volvemos en abril, tú público te espera, me dijeron en el canal, y yo me despedí de mis hijas y me fui a pasar tres meses al lugar más aburrido del mundo, el hotel Sonesta de Key Biscayne.
Ya no tenía casa en la isla, ahora era un turista de paso, pero me dieron un cuarto con vista a la playa y me propuse escribir esos meses de descanso. Podría haberme ido a las playas uruguayas, a las playas brasileras, podría haberme ido a Zapallar o Cachagua, donde tenía amigas traviesas, pero era tan maniático y obsesivo y rutinario, tan tarado, que necesitaba volver al lugar que asociaba con la felicidad, la bendita isla de Key Biscayne, y allí pasé mis tres meses de divo de la televisión en postura de reposo.
En abril tocó volver al programa en Lima. Era un programa vergonzoso, impresentable, que daba asco o repugnancia a la gente de bien. Era un puterío, un griterío, una conspiración aguardentosa, un antro de mal vivir, un aquelarre de putas, travestis, enanos lujuriosos y viejas glorias de la televisión local, negándose a expirar. Cómo me divertí, cómo sufrió mi familia, qué furibundos y crispados eran los mensajes telefónicos que me dejaban ciertos hermanos, espantados por mi conducta libidinosa, cuántas veces me abofeteó mi señora ex esposa por mi exhibición deshonrosa ante las cámaras. El programa terminó en medio de un escándalo que consternó a la gente honorable, de alta moral: emití unas imágenes tomadas de un programa español, Crónicas marcianas, en las que salía besándome, sin recato, sin pudor, mansamente, con un famoso animador venezolano. Ese beso, que pasé a sabiendas de que sería el final del carnaval, provocó una ola de repudio e indignación y hasta diría asco o náuseas entre la gente honorable, de bien, de alto sentido de la moral, y no se me perdonó que hiciera alarde de que podía besar a un hombre con naturalidad. Los auspiciadores se retiraron, horrorizados, los dueños del canal me dieron de baja y me sugirieron que me fuera al extranjero y no volviera un buen tiempo, mi señora ex esposa me cacheteó en nombre del honor mancillado de nuestras hijas y los curas eminentes salieron a decir que una generación de peruanos se había perdido, se había torcido por culpa de ese beso nefando.
Me fui del Perú en circunstancias casi clandestinas, silbado y abucheado por la gente religiosa que me veía como un poseído por el demonio o alguien que quería meterles la lengua hasta las amígdalas si se descuidaban, pero no fue una derrota o un fracaso, me fui con la sensación de que una vez más me las había ingeniado para darle un poco de sano entretenimiento a la familia peruana. Adónde me fui, al Sonesta de Key Biscayne, por supuesto, donde ya sabían cuál era mi cuarto en el último piso, el último del pasillo, y allí me atrincheré indefinidamente, hasta que pasara la tormenta del beso, pero la tormenta no pasaba, arreciaba, y el animador venezolano se paseaba por las televisiones americanas comentando coquetamente el beso del escándalo, y yo estaba tan traumatizado que a duras penas me atrevía a bajar a la cafetería, comprar los periódicos, comer algo al paso y subir a mi pequeño escondrijo con vista al mar.
Era mediados de 2002. No tenía opciones de volver a la televisión de Miami y tampoco tenía ya ofertas para regresar a las ligas peruanas, que había deshonrado con mi conducta de sátiro asaltante de bocas ajenas. No me quedaba sino aceptar gallardamente el retiro de los cabarets y colgar las plumas y lentejuelas. A finales de ese año me di cuenta de que tenía que resignarme a ser solamente un escritor, un escritor en el exilio, sin auto, que iba al supermercado en bicicleta, y alquilé una casita vieja a dos cuadras del hotel y me mudé y pensé aquí voy a escribir la novela del huracán y cuando la termine y se me termine la plata, con suerte habrá pasado la tormenta y algún canal se apiadará de mí y me dará un programa.
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