Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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2003, 2004 y 2005 fueron años en los que ejercité plenamente mi libertad, viví como escritor a tiempo completo, hice lo que me dio la gana, me mantuve alejado del circo de la televisión y me mudé a Buenos Aires y Washington, con resultados catastróficos para mi salud.
Desde el punto de vista de vivir la vida soñada del escritor sin jefes ni horarios ni trabajos subalternos, sin nadie que me maquillase la cara ni conminase a hablar de política espesa, aquellos años fueron de una fantástica libertad para mí, y me permitieron escribir dos novelas, “El huracán lleva tu nombre”, el 2003, en una casita vieja, llena de arañas, hormigas y cucarachas, a dos cuadras del hotel Sonesta de Key Biscayne, que había alquilado a precio módico, y una novela que se me impuso cuando me enteré de que mi padre estaba muriendo de cáncer y, a la vez, yo echaba de menos con desesperación a la nana de mis hijas en Lima, Mercedes, Meche, que se convirtió en el gran personaje del libro y a quien se lo dediqué, una novela que titulé “Y de repente, un ángel” el 2005 (aunque originalmente le puse “Mi padre y la mucama” pero los editores de Planeta cambiaron el título y me dieron un premio que trajo más críticas que elogios).
Hasta el 2003 tuve en general buena salud. Ese año marcó el comienzo de mi decadencia. El síntoma más notorio fue que dejé de dormir bien. Hasta entonces, con treinta y ocho años, había conseguido dormir bastante bien, sin pastillas, pero el 2003, escribiendo la novela del huracán, pasando unos calores infernales en la casita de techos bajos de la isla, que había sido construida en los cincuentas para los veteranos de la guerra de Corea y no tenía aire acondicionado, empecé a volverme loco del insomnio, a dormir entrecortadamente, a pasarme el día entero con sueño, apático, desganado, aferrándome al vicio de escribir para evitar suicidarme del puro cansancio que me daba vivir, escribiendo una novela triste, sobre un amor imposible, lejos de mis hijas, gastando mis ahorros una vez más, porfiando por ser un novelista aunque volviese a quedarme pobre como un perro. No me importaba, lo único que me obsesionaba era terminar la novela y luego ya se vería.
Cuando la terminé me convencí de que quería mudarme a Buenos Aires. Tenía un buen amigo allá, la ciudad siempre me había parecido fascinante, estaba harto de vivir con arañas y cucarachas en esa casa-sauna de techos bajísimos y no tuve que vender sino la bicicleta y hacer un par de maletas y devolver la casa al dueño, un médico cubano, y mudarme a Buenos Aires el 2004. Alquilé un departamento a una pareja del Opus Dei, en un piso doce, en la calle Sáenz Peña, en San Isidro, frente al club de rugby del Casi. Cuando me lo enseñaron noté que había estampitas de Escrivá. Debí tomar nota de que era una señal para no alquilarlo, pero fui testarudo, me gustó la vista al club y al río y lo alquilé, sin muebles ni estampitas, por supuesto. En Buenos Aires todo era más barato, mi amigo se vino a vivir conmigo y me propuse escribir una novela traspasado por dos obsesiones: que mi padre estaba muriéndose de cáncer en Lima y yo no quería ir a verlo, y la nana de mis hijas en Lima me parecía la mujer más buena que había conocido y la extrañaba de un modo inexplicable. Como vivía de mis ahorros, no me daba grandes lujos, no compré un auto, me movía en taxi, amoblé precariamente el departamento, me inscribí en un gimnasio al que no fui una sola vez y me atacó el insomnio con una saña y una ferocidad que casi me costaron la vida. A punto estuve de enloquecer y saltar del balcón del piso doce, simplemente no podía dormir, pasaba las noches de pie, angustiado, dando vueltas, atacando los helados en la cocina, exprimiendo naranjas, dejándoles restos de salmón a las colonias de hormigas, oyendo conversaciones ásperas, inamistosas de una pareja alemana que vivía en el piso de arriba y se levantaba, haciendo ruidos odiosos, a las seis de la mañana. Fue una tortura, una pesadilla. Me ponía más y más medias, compraba más y más estufas y calentadores, forré uno de los cuartos de material de gomaespuma como las cabinas radiales para aislarlo del ruido pero no podía dormir del calor que me asfixiaba y las peleas con mi amigo eran terribles y yo estaba tentado de saltar del balcón. Me negaba a tomar pastillas. No quería hacerme adicto a nada. Quería estar lúcido, sobrio, escribiendo en deplorables condiciones de salud la novela sobre mi padre con cáncer y Meche dándome lecciones de amor. No sé cómo no me maté, no sé cómo pude terminar la novela. Fue el peor año de mi vida. Sentí que iba a volverme loco por no dormir.
Cuando terminó el contrato, a finales de 2004, decidí escapar de Buenos Aires, a ver si una mudanza me devolvía el sueño perdido. Me invitaron a dar clases de literatura en la universidad de Georgetown, en Washington, donde había escrito mi primera novela. Para mí fue una gran emoción y acepté sin dudarlo, aunque el salario era más bien bajo y las clases eran a las ocho de la mañana, un horario inconveniente. Me peleé con mi amigo argentino, le asigné la farragosa tarea de quedarse con mis muebles y mudarlos a un departamento donde él quería vivir y me fui solo a vivir a Georgetown, un barrio en el que había vivido tres años y del que guardaba entrañables recuerdos, pues allí había nacido mi hija mayor, me había casado y había escrito la versión final de mi primera novela. La experiencia, sin embargo, resultó catastrófica. Alquilé una casa vieja, ruinosa, a una finlandesa alcohólica, sin saber que pasaría unos fríos perversos, y pensé que dar clases de literatura sería una cosa sencilla. No lo fue. Tenía que estar en pie a las seis de la mañana, darme una ducha, preparar los temas y materiales de la clase, y por supuesto no había dormido nada, estaba acostumbrado a dormir a las cuatro o cinco de la mañana y la tensión de dar clases me impedía dormir siquiera dos horas. Iba entonces tenso, fatigado, irritado, y me costaba un gran trabajo enseñar algo que además me parecía que no podía enseñarse o que yo no estaba en condiciones de hacerlo: cómo escribir bien un cuento o una novela, cómo entender la literatura como un viaje que permitía escapar del tedio de la realidad. Mi amigo argentino vino a visitarme pero la casa le dio asco y se fue enseguida. No pude escribir nada todo el tiempo que fui profesor. Compré estufas y calentadores pero no sirvieron de nada y pasaba las noches temblando de frío, anémico, tosiendo, rumiando ideas para la clase de la mañana. Y luego me arrastraba a la universidad, me paraba frente a mis alumnos desganados, hacía mi mejor esfuerzo y los veía bostezar como si realmente no quisieran estar allí. Había pensado que ser profesor de literatura sería muy bonito, muy prestigioso, pero, al menos en mi caso, era decepcionante, porque el salario era bajísimo y los alumnos no parecían tener el menor interés en los cuentos fotocopiados que les repartía ni en los escritores de lo que les hablaba con la poca pasión que me quedaba después de una noche helada sin dormir.
Fueron tres años dedicados con determinación suicida a ser un escritor, primero en la isla de Key Biscayne, cohabitando amigablemente con toda clase de insectos en medio de un calor febril, luego en Buenos Aires, atacado por un insomnio vicioso, despiadado, que casi me mata, y luego en Georgetown, en la casa de una vieja finlandesa, alcohólica, cuyos libros viejos en inglés me acompañaron ciertas noches desveladas. Pude escribir dos novelas, alguna suerte tuvieron, algún dinero dejaron, y al final del 2005 decidí no renovar mi contrato de profesor en Georgetown y volver a Lima para estar más cerca de mis hijas, de mi padre que estaba muriendo y de un neurocirujano que me recomendara alguna pastilla que me salvara de las malas noches que esos tres años de exilio literario habían minado tremendamente mi salud y dejado mi ánimo en estado depresivo catastrófico. Cada año que pasaba se me hacía más arduo, más cruel, más invivible, y a menudo pensaba que no tenía sentido persistir en el oficio extenuante de seguir vivo.
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