02.MAY Jueves, 2024
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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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A mediados de 1999, me creía un hombre de éxito y no dudaba de que mi éxito no haría sino crecer y hacerme muy rico. Tres años presentando un programa de entrevistas en CBS Telenoticias me hicieron conocido en Latinoamérica, exceptuando México, donde Azcárraga vetó el acceso de CBS a los cables, y me permitieron hacer buenos negocios en Colombia con Caracol, en Venezuela con Globovisión, en el Perú con canal 4 y en la Argentina con el 9, que todavía era del viejo Romay, quien compró mi programa y lo pasaba a medianoche. En 1997 había ganado el premio Herralde con La noche es virgen y la novela se había convertido en la más vendida en la historia del premio. Ese año me había divorciado. Era libre y feliz, un hombre de éxito, la vida me sonreía, lo mejor tenía que estar por venir.

Cuando terminó mi contrato con CBS Telenoticias, los ejecutivos de CBS, que en cierto modo eran mis amigos, y a quienes visitaba con frecuencia en Nueva York, me hicieron saber que estaban vendiendo la cadena. Habían perdido mucha plata tratando de competir con CNN en español y ya no tenían bolsillos para seguir subsidiando una operación deficitaria. Fueron francos conmigo: si renuevas, lo más probable es que termines trabajando con unos mexicanos que van a comprarnos el canal. Fui al DF y me reuní con los mexicanos. Me dieron miedo. Me parecieron altamente mafiosos. Pensé: con esta gente no quiero trabajar, si se enteran de que soy bisexual en fase gay me van a despedir o arrojar mi cadáver a un río. No me pareció prudente asociarme con gente que me inspiraba tanta desconfianza. Además ellos no me conocían porque Azcárraga había bloqueado la entrada de mi programa a México y me veían como un peruanito con ínfulas y un flequillo demodé a quien en su país no conocían ni los fantasmas. Así las cosas, tomé la decisión de no firmar con los mexicanos, a pesar de que me ofrecían un contrato por tres años, bien pagado. No firmé con ellos porque no me gustaron sus caras, sus ropas, sus habanos, sus modales, sus chistes.

Seguro de que mi éxito era una bola de nieve imparable, toqué las puertas de las grandes cadenas en español en Estados Unidos, Univisión y Telemundo. En Univisión el presidente seguía decepcionado de mí porque tres años atrás yo había declinado su oferta de darme un programa a mediodía para las amas de casa, lo que él consideró como un desplante, un gesto de arrogancia de mi parte. En Telemundo la jefa era una mujer menuda, lista, ambiciosa, venida de la costa oeste, Nelly Galán, que contaba con la confianza de los japoneses de Sony, entonces dueños de la cadena. Nelly y yo tuvimos química inmediata. Ella veía mi programa, teníamos un humor compatible, nos entendimos enseguida. Nelly se propuso no hacer telenovelas acartonadas sino ficciones de calidad en el prime time de Telemundo. Fue una apuesta arriesgada, carísima y a la larga equivocada: los hispanos querían su melodrama clásico. Nelly me contrató por un año. Mi gran derrota fue que no pude convencerla de que me diera el programa de lunes a viernes a las once y media de la noche, que era mi sueño de toda la vida, hacer un late night en español. Por mucho que insistí, me dijo que a esa hora los hispanos dormían y no había auspiciadores. Me ofreció los martes a las diez de la noche y dijo que era eso o nada. La plata era muy buena, me pagarían el doble que en CBS y me darían los derechos para Latinoamérica. Cuando firmé, estaba tan seguro de que mi éxito sería monumental que estuve a punto de comprar el terreno vecino a mi casa y construir una casa de huéspedes. Me sentía invencible, tocado por la gracia y la fortuna, predestinado al éxito continuo, ininterrumpido, un ganador en toda la línea. Hacía números, cuánto ganaría, cuánto me pagarían los canales amigos en Latinoamérica, y me volvía loco de codicia, pensaba que en unos años iba a tener más plata que el tío Bobby, el gran millonario de la familia. Mediados de 1999, ese fue el momento en que sentí que había llegado a la cumbre.

A finales de 1999, solo medio año después, los japoneses de Sony habían despedido a Nelly Galán, el nuevo presidente de Telemundo había cancelado todas las producciones contratadas por Nelly y mi programa había sido dado de baja y retirado abruptamente del aire. Rogué que me dejaran al aire durante la vigencia del contrato, pero no se me concedió dicha súplica. Simplemente me sacaron de la pantalla y me dijeron que me seguirían pagando lo que faltaba para concluir el año y luego me dejarían en libertad para que me terminara de ir al carajo. Les pedí que, si me iban a pagar lo que faltaba para terminar el contrato, me dejaran al aire en mi horario soñado, el late night, pero me dijeron que ese horario no era comercial, no era viable. Imploré que me dejaran al aire en cualquier horario para salvar el honor. De mala gana, haciéndome el favor, me dijeron que me pondrían los sábados para competir con Don Francisco. Por supuesto, fue un fracaso estrepitoso. En apenas un año, fracasé dos veces en Telemundo, primero los martes, luego los sábados, y cuando me pagaron el último mes del contrato, se deshicieron de mí como quien escupe una flema o despide una ventosidad. Hasta entonces, nunca me habían despedido de un trabajo. Fue una humillación. No podía creer que a mí, el chico mimado, la esperanza blanca, el niño terrible, me dijeran: te vamos a seguir pagando, pero no para que salgas en nuestra pantalla sino para que no salgas, porque le hace daño a la imagen de Telemundo que salgas en la pantalla. Fue un sapo duro de tragar.

Peor aún, el legendario José Enrique Crousillat, productor de telenovelas en la Argentina, dueño del canal 4 de Lima, gran amigo, vino a Miami con cien programas truculentos de Laura Bozzo y le dijo al nuevo presidente de Telemundo, su amigo Jim McNamara: Te los regalo, pruébalos y luego hablamos. Jim puso a Laura a las dos de la tarde. El éxito fue instantáneo. En cosa de semanas la puso a las cuatro a competir con Cristina. Vencidos los cien programas regalados, Jim compró todos los Lauras disponibles al precio que fijó José Enrique. Laura fue un éxito colosal, al punto que le ganó la audiencia a Cristina, hasta entonces la reina de las cuatro de la tarde en Univisión, y la obligó a exiliarse a un horario menos vocinglero, los lunes a las diez de la noche. Para mí fue un golpe severo en el orgullo porque años atrás, cuando me iba tan bien en CBS y ya era conocido en Miami, Laura venía a buscarme al Park Plaza de Miraflores la semana al mes que pasaba en Lima para ver a mis hijas, y me dejaba copias de sus programas y me pedía obsesivamente que hiciera gestiones para meterla en Univisión o Telemundo. Yo pensaba qué osada esta señora, qué prepotente, qué desubicada, cómo puede tener el descaro de pensar que sus programas impresentables podrían llegar a tener éxito en los Estados Unidos, un país de bien. Y tiraba los videos al basurero o los metía debajo de la cama y nunca hice media gestión por ella. Pero así es la vida, yo fracasé en Telemundo, me echaron sin compasión y luego llegó Laura dando gritos, improperios y salivazos y barrió en la sintonía y se convirtió en la reina de la cadena y ganó toda la plata que yo había pensado que iría a mi cuenta bancaria.

En febrero del 2000 cumplí treinta y cinco años. Di una fiesta en el Park Plaza de Miraflores. Simulé ser un hombre de éxito. Fue una operación ardua, extenuante. Estaba herido, me habían despedido, había fracasado. Al final de la fiesta, ya de día, llevé a mi ex esposa a su casa y caímos rendidos en la cama. Tratamos de hacer el amor pero estábamos tan exhaustos que ella se quedó dormida. A mi gran fracaso en Telemundo se sumó ese fracaso íntimo: el de estar en la cama con una mujer que me había amado y enredarnos en fricciones predecibles y ver que de pronto ella colapsaba del aburrimiento y la fatiga y caía dormida sobre mí.


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