22.NOV Viernes, 2024
Lima
Última actualización 08:39 pm
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Opinión

Diego Salazar,La opinión del editor
diego.salazar@peru21.com

Decía el viernes nuestro columnista Carlos Meléndez, hablando de una serie de escenas violentas registradas por las cámaras del Metropolitano, que si bien “nuestras billeteras se han puesto al día luego de tantos fracasos colectivos (…) nuestras mentes no”. Anotaba Meléndez: “Que nuestro sistema de transporte más moderno cobije escenas de violencia primaria expresa la disonancia de nuestros valores respecto a la relativa bonanza económica que nos sonríe”. Es decir, si bien el progreso económico que hemos registrado en los últimos años ha conseguido sacar de la pobreza a un porcentaje importante de la población y, en general, el país se encuentra más cerca que nunca de tener una clase media establecida, ese progreso no tiene un verdadero reflejo en nuestros comportamientos, en nuestra manera de actuar con respecto al resto de ciudadanos, con aquellos con quienes compartimos espacios públicos.

Aquí, aunque nos pese, el respeto por la ley –las normas que nos hemos dado para regir nuestra convivencia— sigue sin ser una señal de progreso, ni mucho menos una actitud de la que sentirse orgulloso. Les pongo un ejemplo que nos afecta a todos: el tráfico.

Lo comentaba hace poco con amigos extranjeros de visita en Lima: mexicanos, indios, españoles e italianos, gente poco sospechosa de transitar al volante por caminos de rosas. Me decían: “Yo pensaba que el tráfico en mi país era un desastre, pero nunca había visto nada parecido a lo de Lima”. No me quedó sino darles la razón antes de pasar al análisis. Uno de ellos me dijo: “En México el que te mete el carro lo hace para ganarte, para llegar antes que tú. Aquí parece que lo hace solo por joderte”.

Me dejó pensando. ¿Quién no ha estado atorado en Javier Prado a las siete de la tarde porque a un tipo se le ocurrió que si él no pasaba, no pasaba nadie? ¿Quién, seamos sinceros, no ha sido alguna vez ese insensato con la mano pegada al claxon y un insulto en garganta, dispuesto a defender sus 2 metros cuadrados como si se tratara de Invernalia?

Crecemos, el mundo empieza a hablar de nosotros, de nuestra cocina, de nuestras incipientes industrias, de nuestra historia de éxito, de nuestros casi quince años de democracia ininterrumpida, pero, en el fondo, seguimos atascados en el reino de Pepe el Vivo. Pocos ejemplos más claros que el de nuestra portada: la escalada del comercio ambulante. Todos los esfuerzos realizados por recuperar el Centro Histórico de Lima y otras áreas de especial interés público se ven empañados por la incapacidad de las autoridades a la hora de acotar esta lacra. ¿De qué sirve invertir millones en arreglar calles, en recuperar edificios centenarios, incluso en intentar –solo intentar— ordenar nuestro ingobernable transporte público, si permitimos que esas mismas calles sean tomadas por asalto por comerciantes al margen de la ley? ¿Qué ejemplo damos a aquellos micro y miniempresarios que se esfuerzan por legalizar sus negocios? ¿Con qué cara decimos “respetemos las leyes” cuando no hace falta sino cruzar la puerta de casa para darse de cara con centenares de personas que se ganan la vida esquivando esas leyes?

Por supuesto, no son solo las autoridades. Somos todos. Los que compramos por comodidad al vuelo en la calle, los que coimeamos al policía que nos agarró pasándonos una luz roja, los que no hacemos un contrato a la persona que nos ayuda en casa con las labores domésticas. Hoy, que tan orgullosos parecemos de los logros conseguidos como país, deberíamos también sentirnos avergonzados porque esos atavismos sigan ensuciando nuestra convivencia. Quizá ahí radica el problema, en que hemos olvidado que un país, que una ciudad no son sino una trama de afectos, un tejido social. No estamos solos, aunque a ratos pareciéramos no entender que para seguir creciendo debemos reconocernos en los ojos del otro. Y dejar que Pepe el Vivo muera en ese esfuerzo.


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