Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Hace veinte años, primavera española de 1994, la editorial Seix Barral, entonces dirigida por Mario La Cruz y el poeta Pere Gimferrer, publicó No se lo digas a nadie, mi primera novela. Había comenzado a escribirla en Lima, el segundo semestre de 1990, después de la profunda decepción que fue para mí la derrota política de Vargas Llosa, y continué escribiéndola en un cuaderno a mano, en una biblioteca de Madrid, el primer semestre de 1991, y pude terminarla en Washington DC, en un apartamento ruinoso, de alquiler, entre 1992 y finales de 1993, en medio de una pasión amorosa que me llevó a casarme y ser padre de una niña.
Cuando me pareció que había terminado la novela y tenía la versión final, tomé la decisión, contrariando a mi familia y la familia de mi esposa, de publicarla, o al menos intentar publicarla. En medio de la vehemente oposición de personas de la familia que no habían leído la novela ni parecían dispuestas a rebajarse a esa indignidad, pedí ayuda a los amigos. Álvaro Vargas Llosa era entonces mi amigo. Abusando de su generosidad, le envié la novela impresa, fotocopiada, anillada. No sé si existía ya Internet y el correo electrónico, yo con seguridad no lo usaba y mi aproximación más osada a la tecnología era una máquina de fax que reproducía ciertos recortes de la prensa peruana que mi padre se tomaba el trabajo en enviar (especialmente si aludían a mí y las alusiones estaban envenenadas de una cierta mezquindad). Gracias a Álvaro, mi novela terminó en manos de su padre, que estaba dando clases en la Universidad de Princeton. Vargas Llosa no tenía que perder su tiempo leyendo mi novela, es probable que ahora lamente haber incurrido en ese despropósito, pero el azar quiso conspirar a mi favor y Mario se enfangó en las páginas de la novela, me llamó a felicitarme y me animó a publicarla.
No podía echarme atrás. Tenía que enviar el manuscrito a las editoriales españolas con las que Vargas Llosa, en gesto de extraordinaria generosidad, se había comprometido a hablarles de mi novela, recomendándome, apadrinándome. Siguiendo sus instrucciones, despaché tres voluminosos sobres desde el correo de Georgetown a Beatriz de Moura de la editorial Tusquets, Juan Cruz de Alfaguara y Pere Gimferrer de Seix Barral. Era el otoño de 1993 en Washington DC, mi hija había nacido a finales del verano, me quedaba poca plata en el banco, no quería volver al Perú, quería seguir escribiendo aunque no encontrase un editor. Ya tenía dos lectores formidables, los Vargas Llosa, padre e hijo, y ambos me alentaban, con gran generosidad, a persistir en el oficio de escribir.
Beatriz de Moura tuvo la delicadeza de escribirme una carta manuscrita, que aún conservo, en la que se excusaba de publicar mi novela, aunque creía ver “madera de novelista” en mí. Los responsables de Alfaguara no malgastaron su tiempo leyendo el mamotreto ni escribiéndome nada, simplemente no se dieron por aludidos ni acusaron recibo. Hacia finales de 1993 me encontré con Vargas Llosa en un hotel de Madrid. Con infinita paciencia me explicó las cosas de la novela que podían mejorarse, puso énfasis en que era clave preservar la coherencia en el punto de vista del narrador y se mostró contrario a censurar las partes sexualmente explícitas. Aunque estaba apremiado por múltiples compromisos, tuvo el gesto de detenerse, sentarse conmigo en los sillones del gran salón con una cúpula de vitrales, abrir mi novela fotocopiada y darme una clase rápida de cómo debía diseñarse, con un mínimo rigor, el artefacto de una novela persuasiva. Luego supe que llamó por teléfono a Pere Gimferrer y le pidió que publicara mi novela. Estoy seguro de que Gimferrer se animó a publicar No se lo digas a nadie gracias a esa llamada.
Enteradas de que mi novela había encontrado editor y su publicación parecía inminente, personas de mi familia hicieron todo lo posible para convencerme de que debía desistir del empeño y meter el manuscrito en un cajón. Las presiones fueron tremendas. Por supuesto estaban llenas de amor y buenas intenciones, querían protegerme del escándalo y la mala reputación, pero se fundaban, me parece, no en buenos argumentos (ninguno de los detractores de la novela la había leído ni tenía curiosidad de leerla), sino en un prejuicio virulento, tenaz: les parecía inmoral que yo hubiera escrito una novela sobre la homosexualidad porque, sin ir más lejos, les parecía que la homosexualidad era inmoral y todo lo que se derivara de ella o se inspirara en ella tenía por fuerza que serlo también. Irónicamente, una de las personas que se conjuraron contra la novela todavía inédita fue un tío millonario, homosexual, que, seguramente presionado por mi santa madre, me hizo llegar una carta manuscrita, sugiriéndome que no me metiera en líos editoriales y abandonase mi terquedad un tanto suicida de publicar la novela del escándalo. No le hice caso, no hice caso a mis padres, no quise creerle a la agitada madre de mi esposa cuando me dijo: “Si publicas ese libro, no verás más a tu hija”. Abrumado por las intrigas familiares y las quejas de los parientes en Lima que se sentían afligidos y espantados, dediqué la novela a mi esposa, escribí en la solapa biográfica del autor “Está casado y tiene una hija” para sugerir taimadamente que yo no podía ser tan homosexual como el protagonista de la novela, Joaquín Camino, escapé a Miami y me refugié en el hotel National, frente a la playa.
Me quedaba poca plata, no alcanzaría para llegar siquiera a fin de año, pero el hotel era viejo y barato, ochenta dólares la noche, y el plan era esconderme allí cuando saliera la novela en España y el Perú, ver el mundial de fútbol por televisión en junio y julio y, cuando se me acabara la plata, decidir si tenía valor de suicidarme o volver a la televisión peruana a pedir trabajo, que parecía una forma particularmente indecorosa de suicidarme, la que desde luego elegí o se me impuso.
Refugiado en ese hotel, hice algunas llamadas telefónicas de índole luctuosa, lacrimógena. Estaba llorando cuando llamé a Vargas Llosa al hotel Biltmore y le rogué que usara sus influencias para que no saliera mi novela, lo que dejó a Mario comprensiblemente mortificado. También estaba llorando cuando llamé a Pere Gimferrer en Barcelona y le rogué que, por consideración a mis padres, que iban a morirse de la pena y la vergüenza, no publicase el libro, detuviese la imprenta si era necesario. Gimferrer me explicó que el libro ya estaba impreso y en proceso de distribuirse a librerías. Con gran sentido del humor se rió de mis lloriqueos e hipos condolidos y me animó a perseverar. Creo que también estaba llorando cuando visité a Álvaro Vargas Llosa en su departamento del malecón y le pedí que me ayudara a no publicar la novela. Álvaro me escuchó con gran paciencia, seguramente se rió para sus adentros de mis efusiones dramáticas y me aconsejó juiciosamente que siguiera adelante y no me dejara arredrar por la vigorosa oposición familiar. Nunca había llorado tanto como esos días en Miami, recluido en un hotelito en la playa, echando de menos a mi esposa y mi hija, lamentando haber torcido y agriado la suerte a mi familia. Lloraba como un bobo, no sabía qué hacer, adónde ir, en qué lugar del mundo esconderme para que nadie tuviera el disgusto de encontrarse conmigo. Estaba tan abatido por la culpa que sentía como si hubiera asesinado moralmente a mis padres, a mis hermanos, a mi esposa, a mi hija, me sentía indigno de volver a verlos.
La novela salió, tuvo buenas críticas en España, pésimas en el Perú, agotó quince ediciones en un año y vendió incontables ejemplares piratas en las calles de Lima. Mis padres y hermanos se alejaron un tiempo de mí, mi madre me dijo que había publicado una basura, mi esposa y mi hija vinieron a visitarme al hotel en Miami y fuimos felices dándonos baños de mar. Luego la vida prosiguió y nadie que yo sepa murió por culpa de la novela y no he vuelto a llorar como lloré aquellos días previos a que se publicara, como me atacaron las lágrimas y los temblores y la culpa una mañana de 1994, en una iglesia católica de Miami, pidiendo perdón a Dios por haber escrito esa cosa viciosa, impúdica, pecaminosa, que ya era tarde para abortar.
Veinte años después, sigo escribiendo historias viciosas, no conozco mejor oficio ni vocación, y mi familia, o lo que queda de ella, sigue expresando su vigorosa oposición a que publique esas historias, en nombre del honor.
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