Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Recuerdo a una novia de la universidad que se enfureció conmigo porque dijo que la había hecho quedar como una tonta en alguna novela. Nunca más nos vimos, es una pena, yo la encuentro a menudo en los pasillos laberínticos de la memoria. Las ficciones tienen ese poder revulsivo sobre las personas, aun si quienes las traman no tienen la intención de agraviar a nadie.
No escapa de mi memoria, se empecina en vivir en ella, un actor que fue un amante recio, pundonoroso y pasó a ser mi enemigo o contradictor porque se sintió aludido o retratado en una novela sobre los hombres que se amaban a escondidas. Que yo no hubiera querido ofenderlo al escribir la novela no impidió que lo ofendiera y él pasara el resto de nuestras vidas haciéndose el ofendido, como si hubiera sido una ofensa sugerir que nos habíamos acostado en circunstancias furtivas y, en lo que mí respecta, inolvidables. Con los actores, si son buenos (y él lo es), nunca se sabe cuándo dicen la verdad y cuándo mienten y quizás él estaba actuando al hacer el papel de víctima condolida.
No por breves dejo de recordar los amores imposibles que me unieron a una amiga escritora que, al comprobar que yo no podía cumplirle mínimamente como amante en la cama o fuera de ella, suspendió nuestra conspiración lujuriosa, la declaró en asueto y me jubiló como amigo. No digo que sea ahora mi enemiga, si nos encontrásemos en un aeropuerto creo que nos saludaríamos con cariño, pero ya no es mi amiga, me evita, sabe que no le convengo, seguramente preferiría no verme en ese aeropuerto y si me viera trataría de esquivar el encuentro azaroso que dispararía los malos recuerdos. Pensando en esos juegos sin final feliz, bruscamente interrumpidos por la duda y la impericia que lastraban mis movimientos, escribí un poema que, por supuesto, a ella no le gustó.
Hace muchos años me lié en fricciones innobles con un hijo de la Isla del Encanto que hizo todo lo posible por complacerme y sin embargo fracasó y luego desertó. No pasó a ser un enemigo o un detractor, solo entendió que jugar conmigo era una cosa pesarosa, quejumbrosa, un juego que no tenía final feliz y dejaba a los jugadores con un sabor amargo, el sabor de la derrota. Lo que tal vez me impedía jugar gozosamente el juego era la culpa, que no era otra cosa que la mirada prejuiciosa y hostil que uno lanzaba sobre sí mismo, cumpliendo un antiguo mandato escondido en los genes. Echando de menos a ese joven que había nacido en la Isla del Encanto y hablaba el alemán, escribí un poema sin suerte que con seguridad él no leyó: no había leído nada mío cuando me conoció y es seguro que no quiso enfangarse con mis palabras rencorosas cuando se apartó de mí. Yo no lo tengo como un enemigo, lo recuerdo como un amigo insólito, pero estoy seguro de que lo que no pudo ser feliz aquella vez no estaba destinado a ser feliz en ninguna circunstancia y por eso creo que es mejor alojarlo en el hotel de la memoria y dejarlo reposar allí.
No he podido ser un buen amigo de mis amantes y lo peor es que tampoco he podido ser un buen amante de mis amantes: apenas surgía la posibilidad del placer, la culpa, ese veneno, lo intoxicaba todo y me llenaba de dolores reales o imaginarios. Sobre esa suerte envenenada quise escribir una novela, recreando en las sombras de la ficción un amor imposible por una mujer, pero la novela no encontró fortuna para abrirse paso entre los lectores y solo me ganó la hostilidad de esa mujer, que me echó de su casa, y de su madre, que me dijo a gritos, echándome de la casa, que había dejado a su hija como una puta en mi novela. Tal no había sido mi intención, pero, bien miradas las cosas, resultaba comprensible que una mujer, cualquier mujer, viera a su hija como una puta cuando le contaban que se había acostado conmigo, pues yo tenía fama de ser una puta veterana, desalmada, un puto sin remedio, triste, desdichado, y esa fama desde luego no ha menguado. Todos los intentos por indemnizar a esa mujer de las penas y afrentas que le causé resultaron fallidos y no hicieron sino agravar esas penas y esas afrentas, al punto que ella comprendió que no le convenía pedirme a mí los resarcimientos, ahora se los pedía a mi madre, que, siendo una santa, la compensaba sin mezquindad, con toda la compasión que ella merecía (luego mis hermanos anotaban esas contribuciones en el cuaderno negro del rencor y algún día encontrarían la manera de cobrármelas).
Quien no logró ser indemnizado como hubiera querido, y como reclamó airadamente, viciando el aire con palabras acanalladas y amenazas de cantina, fue un amante que me eché encima en los años en que me consumía el insomnio. A ese amante, que resultó cumplidor, y me tuvo paciencia en las muy espaciadas refriegas eróticas, dejé de verlo por razones de salud, porque ir a visitarlo me obligaba a subirme a un avión y exponerme al frío y sus estragos perniciosos, pero él no supo ver que le convenía apartarse del camino y descargó una lluvia de insultos sobre mí, poniendo énfasis en mi gordura y mi pasividad sexual (dos acusaciones por lo demás irrefutables), y pasó luego a reclamar un departamento y una suma de dinero a cambio de quedarse callado y no proseguir su campaña insidiosa. No me nació regalarle el departamento ni el dinero, lo que me nació con una fuerza inequívoca fue echarlo del departamento, sacar sus cosas y dejarlas en el pasillo. Luego paseó su ira y su despecho por las televisiones putañeras que lo acogieron y le pagaron por decir lindezas de mí, pero esos viáticos le parecieron insuficientes y siguió reclamando una indemnización o una pensión de viuda que yo no quise pagarle y mi madre tampoco. Ese joven ofuscado es ahora un hombre, han pasado los años, pero, quién lo diría, sigue escribiéndome, sugiriendo un encuentro clandestino, una cita subterránea, alguna forma de indemnización por los años que perdió conmigo y no supo preservar en bienes raíces o cuentas bancarias. En esos tiempos en que aireaba su despecho por las televisiones putañeras, solía decir que yo lo había estafado, un reproche que me hacen, con toda justicia, no sin fundamento, las personas que, siendo o no mis amigas, condescendieron a ser mis amantes: él me prometió un final feliz y todo lo que me dio fue un final nefasto, horrible, de película de terror. Es lógico entonces que los amantes reclamen y se sientan estafados. Sí, los estafé, los hice caer en un embuste, les tendí una trampa: pensamos que podíamos ser felices y esa idea peregrina nos aturdió un tiempo hasta que luego descubrimos que tal cosa no era posible, no estaba en nuestro destino.
Contra todas las evidencias empíricas, contra toda lógica y razón, quiero creer, sin embargo, que esta historia de amor con ella tendrá un final feliz. No soy tan cándido para pensar que ese final nos tendrá a los dos juntos, contentos y tomados de la mano, me basta pensar que uno estará feliz y recordará al otro sin rencor y acaso con gratitud.
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