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Opinión

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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El primer mundial del que tengo recuerdo fue el que Holanda perdió en la final, en 1974, cuando yo tenía nueve años. Mi abuelo Jimmy había organizado una apuesta familiar y yo le había apostado a Holanda antes de que comenzara el mundial. Estuve a punto de ganar el premio mayor. Vimos la final en casa del abuelo, con todas las delicias que podían esperarse en esa casona un domingo por la mañana, la familia entera reunida para ver la final, y lamenté que los mejores perdieran ante los alemanes. Pero fue un mundial que casi no vi porque los partidos se jugaban mientras estaba en el colegio y me enteraba del resultado en el camino de regreso a la casa de Los Cóndores.

Qué grandes emociones vivimos en esa casa del cerro cuatro años después, cuando Perú derrotó a Escocia, una selección al parecer disminuida por la juerga que se había pegado la noche anterior. Mi padre y sus amigos, al terminar el partido, se pusieron a bailar marinera y música negroide, todos borrachos, y fue un día memorable, pocas veces había visto a mi padre tan contento y bailarín, y eso que no era aficionado al fútbol. Luego el mundial terminó de mala manera para los peruanos porque los argentinos nos hicieron seis goles. Fue, sin embargo, un mundial feliz para mí, no solo porque Perú clasificó la fase de grupos jugando tres partidos de alta calidad, con un mediocampo soñado con Cubillas, Cueto y Velásquez, los tres mejores según El Gráfico, sino porque, al final, los argentinos prevalecieron, ganaron la copa por primera vez, con la ayuda de la suerte (los palos también juegan, jugaron para Argentina), que les negó a los holandeses, de nuevo, el triunfo en la final.

El mundial de España 82 me encontró ya en la universidad, trabajando en La Prensa. Vivía en casa de los abuelos maternos, y con los ahorros de lo que ganaba en el periódico compré mi primer televisor a colores, que instalé en la mesa de noche de mi cuarto, a corta distancia de la cama para poder cambiar de canales sin levantarme, pues no era un aparato que ofreciera control remoto. Todo el mundial, un mes entero, falté a la universidad, y como consecuencia me desaprobaron en los cinco cursos y casi me expulsaron. En el periódico había un ambiente fantástico, todos vivían entre tragos y humos la fiebre del mundial, allí vimos en la oficina de los jefes dos partidos extraordinarios, el que Alemania ganó a Francia en penales y el que Italia ganó a Brasil (en ambos casos perdieron los mejores). Qué lindo fue ese mundial, sin contar los juegos de Perú, que fueron tres y terminaron de la peor manera, con una goleada humillante, de a cinco, que nos propinaron los polacos, de nuevo nos despedíamos en forma bochornosa. Quién podía sospechar entonces, hace tantos años, que Perú no volvería a un mundial.

Los grandes partidos que jugó la Argentina en México 86 los vi en casa de un amigo de la universidad del que me había vuelto inseparable, junto con su hermano menor, que era vicioso del fútbol y tenía una memoria prodigiosa y sabía como nadie la historia de los mundiales. Cómo gritamos los goles de Maradona a los ingleses y los belgas, cómo festejamos alucinados los goles de Brown y Valdano en la final, cómo nos volvimos locos de alegría cuando Burruchaga marcó el tercero y selló la suerte a favor de los argentinos. Ya entonces yo era un hincha desatado de la Argentina, y si bien la mayoría de los peruanos le iba a Brasil, yo, que había sido educado en el amor a lo argentino leyendo El Gráfico, Clarín y La Nación, era argentino de corazón.

El mundial de Italia 90 lo vi en un departamento en Miraflores, pero fue un mes de sobresaltos y contrariedades porque con frecuencia se iba la luz y entonces había que salir corriendo, en medio del partido interrumpido, al hotel César’s, que tenía grupo electrógeno, para terminar de ver los partidos allí. Ese mundial lo vi solo, ya me habían echado de la universidad, ya estaba metido de cabeza en la televisión, ya empezaba a desarrollar mis manías de ermitaño. Salvo las atajadas épicas de Goycochea en los penales, fue un mundial opaco, envilecido por el fútbol mezquino de Bilardo.

El más triste de todos los mundiales fue el de Estados Unidos 94 porque me encontró escondido en un hotel de Miami Beach, abrumado por el escándalo de mi primera novela. Además fue un mundial feo, decepcionante, con la temprana eliminación de Colombia y Argentina, la controversia de Maradona dopado, y una final que los brasileros ganaron por penales, que me pareció horrible.

Francia 98 terminó para mí cuando el holandés Bergkamp le ganó la espalda al ratón Ayala y, con un gol de fantasía, eliminó a la Argentina. Después yo solo quería que Brasil no se alzara con la copa y por suerte Zidane jugó una final preciosa y los franceses ganaron por goleada, aunque es verdad que Ronaldo tuvo una crisis de vómitos antes del partido y no estuvo en su mejor forma.

Del mundial oriental de 2002 no tengo recuerdos precisos porque vi la mayor parte de los partidos en compañía de un amiga chilena, fotógrafa exquisita, que no tenía interés en el fútbol y que, echada a mi lado en un hotel de Santiago, me tentaba con otras distracciones, mientras se jugaban los partidos. Todo pasó en la torre del hotel Sheraton, ella estaba casada pero su esposo le daba permiso para que viniera a ver el fútbol conmigo porque ella le decía que yo era totalmente gay, y sin embargo ella lograba que, turbado por sus encantos, yo no fuera totalmente gay, no al menos con ella, y me pasara el mundial volcándome sobre su cuerpo delicioso y olvidándome del fútbol, quién lo hubiera dicho. Como la Argentina quedó eliminada en la primera fase y estaba cantado que Brasil ganaría la copa, yo tuve la suerte de jugar un mundial aparte con mi amiga chilena.

Después vino el mundial de Alemania 2006, que, enredado con un amigo argentino, vi en un departamento de Buenos Aires, un departamento viejo, ruinoso, catastrófico. Fue un mundial emocionante a pesar de que mi amigo no veía los partidos y quería que la Argentina fuese eliminada, pues le tenía manía al fútbol y le parecía que mi afición era una cosa ordinaria, “grasa”. Yo estaba seguro de que los argentinos ganarían la copa, tenían un equipo formidable que giraba en torno a los caprichos de Riquelme, pero los alemanes, bestia negra de los argentinos, los eliminaron en la tanda de penales, gracias a que el portero hizo su tarea y supo a qué lado arrojarse guiado por un papelito escondido entre las medias (lo que, en mis tiempos escolares, se llamaba “un comprimido”). Fue una pena muy grande estar en Buenos Aires y salir a la calle después del partido y ver en los rostros de la gente el estupor, la desolación, la incredulidad.

Del mundial de Sudáfrica tengo un recuerdo borroso porque los partidos los daban temprano en Lima y despertaba sedado y me quedaba dormido viéndolos, a pesar de que mi ex esposa servía cafés y hacía maravillas para evitar que me durmiera. Pero estaba tan hinchado de hipnóticos y ansiolíticos que, por muchos cafés que tomaba, se me cerraban los ojos, y era una tortura porque yo quería ver el fútbol pero los ojos se me cerraban, no podía evitarlo, y solo despertaba cuando gritaban gol. Tal vez fue mejor así porque los alemanes les metieron cuatro a los argentinos de Maradona y quizá me dolió menos porque estaba medio dormido y ya lo presentía.

Y ahora este mundial, tan lindo, formidable, lleno de goles y emociones, que me he dado el lujo de ver completo, sin perderme un solo juego, en habitaciones distintas de la casa, el primer partido a mediodía en un cuarto oscuro llamado “la cueva” donde me encerraba a solas a sufrir los partidos argentinos, el segundo partido en una de las salas de abajo, con Silvia, que les iba siempre a los alemanes y holandeses y vivía el fútbol tan intensamente como yo, y el tercero, cuando había tres partidos en un día, en un cuarto grande de arriba, bien ventilado, tomando cafés helados, siempre en ESPN, con la correcta narración en inglés. Todos los mundiales pasan y luego queda el recuerdo de uno o dos partidos y creo que de este mundial no olvidaré la paliza que Holanda le propinó a una España borracha de triunfos ni ese tiro envenenado de Pinilla al travesaño que le negó a Chile el triunfo ante Brasil y vino a recordarnos que en los mundiales juega, y tanto, el azar.


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