Guido Lombardi,Opina.21
Se refiere más bien a nuestra reiterada capacidad para convertir en cenizas centenares de vidas humanas. Por desidia, por prepotencia, por desconsideración. Pero, sobre todo, por falta de autoridad.
Gustavo, por ejemplo, fue atropellado por una combi mientras practicaba ciclismo a las 6 y media de la mañana. Estuvo en cuidados intensivos de una clínica local durante dos meses y permaneció internado durante un periodo similar. Ahora, dos años después, ha recuperado –en parte– la motricidad, pero tiene dificultades de coordinación y no puede expresarse con claridad. Tampoco puede trabajar para ganarse la vida, los costos médicos acabaron con su patrimonio y solo la abnegación de su hija le permite seguir adelante. Pero el de Gustavo es solo un caso.
Como informa ayer Perú21, durante el año pasado, 3,590 personas perdieron la vida en accidentes de tránsito y un número aún mayor quedó incapacitado de por vida.
Esas no son cifras excepcionales: se vienen repitiendo año tras año durante todos los que corren de este siglo y seguimos impávidos, cruzando los dedos o utilizando cualquier otro conjuro para que esa lotería sangrienta no nos afecte directamente.
Las pérdidas ocasionadas por el incendio en Valparaíso se pueden cuantificar y, eventualmente, reparar. ¿Cómo calcular lo que perdió Gustavo y casi 8 mil personas como él cada año? ¿Cuánto vale una vida perdida o un proyecto de vida truncado porque alguien quiere ganar dinero a la carrera?
¿Qué espera el municipio del Callao para suspender la licencia de Orión? ¿Qué Tarata necesitamos para acabar con ese flagelo que cada día ensangrienta nuestras calles? Espero alguna respuesta, cruzando los dedos.
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