Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Yo duermo hasta tarde y tú te levantas temprano y nuestros horarios no coinciden, es mejor que te quedes con Carolina en un hotel y no en mi casa, le escribe a su madre. No está dispuesto a alterar su rutina para complacer a Dora. Quiere ver a su madre, no la ve hace ya tiempo, pero al mismo tiempo quiere dormir hasta tarde sin que nadie le interrumpa el sueño, que él considera un espacio sagrado, una zona no negociable de su libertad.
Julián le sugiere a su madre un hotel en Miami. Ella asiente, toma nota, responde el correo. Julián asume que su madre y Carolina han hecho reservaciones en ese hotel. Se equivoca. Unos días antes del viaje, le escribe a Carolina preguntándole si han separado una habitación en el hotel que sugirió, uno lujoso, cercano a su casa. Carolina responde enseguida, no es mujer de perder el tiempo, está pendiente de una tableta electrónica que la conecta al mundo, a los valores de la bolsa en la que ella, intrépida, arriesga su dinero. No, no han hecho reservaciones en ese hotel ni en ninguno. Sí, sugiere que sea él quien se ocupe de hacerlas. Julián lee el correo de su hermana y comprende que es él quien pagará la cuenta del hotel. Le parece evidente que si su madre y Carolina no han hecho las reservas que aconsejó, y ahora le piden que las haga él, es porque esperan que pague la cuenta. Muy bien, así será, se resigna. Un momento después, Julián y su esposa Silvana se dirigen al hotel. Al llegar, preguntan la tarifa de una habitación con dos camas, con vista al mar. Una mujer elegantemente vestida, al otro lado del mostrador, les comunica la tarifa. A Julián le parece excesiva, absurdamente cara. Se niega a hacer la reserva. Puede pagar la tarifa que le piden, pero se siente lastimado, agraviado. Es una cuestión de honor, no me van a tomar por tonto estos ladrones, piensa, y hace un ademán contrariado. Silvana le aconseja prudentemente que haga la reserva y pague la tarifa sin chistar, es tu madre, amor, hazlo por ella, no lo pienses dos veces. Julián dice que no, es insólito que me cobren ese dinero por una noche, de ninguna manera voy a pagarlo, aquí al lado hay otro hotel frente al mar que es más económico, vamos a preguntar cuánto nos cobran allí.
Ahora Julián y Silvana preguntan en el hotel de al lado cuál es la tarifa en esa época del año. No es un hotel lujoso, pero es cómodo y está en la playa y tiene piscina y los servicios básicos. El recepcionista les informa amablemente de la tarifa, que es menos de la mitad que la que piden en el hotel lujoso del que Julián se ha retirado ofuscado. Muy bien, dice él, hagamos la reserva, y entrega su tarjeta de crédito y pide un cuarto de dos camas, con vista al mar, con salida directa a la playa, el mejor cuarto del hotel. Julián siente que está ahorrándose un dinero no desdeñable y que, al mismo tiempo, está cumpliendo con pagar el alojamiento de su madre y su hermana.
Sin embargo, ha cometido un error. Llegando a casa, le escribe a Carolina diciéndole que pagará las siete noches de hotel y ha hecho una reserva en el hotel económico de la playa. Silvana se lo advierte, no van a estar contentas en ese hotel, tendrías que haber hecho la reserva en el que esperaba tu mamá. Julián dice que no, que su madre es una persona muy espiritual y por eso no le molestará ir a un hotel menos lujoso. Ciertamente Julián comete un error de cálculo. Unos minutos después, Carolina le escribe un correo diciéndole que ella y su madre irán a otro hotel, uno muy lujoso, de refinamiento oriental, más caro aún que el que Julián se ha negado a pagarles. Carolina le dice que no se preocupe, que ya su hermano Antonio, hijo también de la señora Dora, ha hecho diligentemente una reservación en el hotel oriental. Antonio es un banquero brillante, de sólida reputación, y gracias a su éxito profesional ha conseguido una tarifa conveniente en ese hotel, una tarifa con descuento corporativo, razón que Carolina esgrime ante Julián para elegir ese hotel y descartar el que, con una cierta austeridad que tal vez bordeaba la mezquindad, él había reservado a regañadientes.
Muy bien, he perdido, Silvana tenía razón, ahora mi madre y mi hermana están ofendidas porque me ofrecí a pagarles el hotel económico y se van al hotel oriental, razona, abatido, ante la evidencia de que ha quedado como un sujeto roñoso, avaro, un tacaño en toda la línea, chisme que, se imagina, mucho se teme, no tardará en esparcirse en su familia. Por otro lado, piensa Julián, si mi madre y mi hermana tienen mucho más dinero que yo, ¿por qué me ponen en la incómoda encrucijada de que yo sea quien les pague o reserve el hotel? No lo entiende, no le parece claro, él hubiera hecho las cosas de otra manera.
Pocos días después, Julián y Silvana van al aeropuerto y esperan pacientemente a Dora y Carolina. Llegan con retraso, pero de buen ánimo. Julián las lleva al hotel oriental. Al registrarlas, entrega su tarjeta de crédito y anuncia que pagará todos los gastos en que incurran. Dora y Carolina no expresan reparos. Julián advierte en el formulario del hotel que la tarifa que ha conseguido su hermano Antonio es realmente buena, aun más barata que la del hotel austero frente a la playa. Antonio es un campeón, siempre hace las cosas bien, se dice a sí mismo.
Todo parece ir bien encaminado. Dora y Carolina pasan unos días aparentemente felices en Miami. Julián, estricto con sus horarios, dice que deben visitarlo en su casa entre las cuatro y las cinco de la tarde, no antes, porque duerme, ni después, porque se sienta a escribir algo que describe con aire misterioso como “una novela muy triste”. En efecto, Dora y Carolina lo visitan todas las tardes a las cuatro en punto, hora en la que se sientan en la sala y él les sirve helado de pistacho y hablan de asuntos más o menos triviales. Silvana es una anfitriona esmerada, no escatima atenciones para halagar a Dora y Carolina. Julián calcula lo que le está costando cada noche del hotel oriental, más el módico costo del helado de pistacho, y llega a la conclusión de que el viaje familiar, de momento, ha sido un éxito. Está claro que soy un tacaño, observa.
Un día antes de que tomen el avión de regreso a Lima, Dora llama por teléfono a Julián, quien, sorprendido, contesta el celular, aparato que detesta y muy rara vez usa y al que mira con hostilidad. El timbre del celular le parece tosco, vulgar, y eso ya lo predispone negativamente. Es su madre. Mira su reloj, son las cuatro de la tarde, calcula que en un momento se reunirá con ella. Se equivoca, algo tremendo está a punto de ocurrir. Ella le pide el teléfono de un cubano que sirvió como chofer a Julián. El cubano, Renato, hace ya meses no trabaja con Julián, quien, tratando de recortar gastos, tuvo que despedirlo. Dora pide a su hijo el teléfono de Renato, quiero mandarlo a que me haga unos encarguitos, ya no me da el tiempo para ir con Carolina y así Renato puede ayudarme con esas compritas. No muy contento, Julián le da los dos teléfonos que tiene anotados en su agenda. Dora dice que mandará de compras a Renato. En tono cordial, Julián y su madre acuerdan que van a cenar esa noche.
Julián se queda intrigado con la llamada de su madre, se la cuenta a Silvana, se preguntan qué habrán acordado Dora y Renato. Curioso, llama por teléfono a su madre. Ella le dice que está muy contenta, acabo de hablar con Renato, va a venir al hotel, va a ir a hacerme unos encarguitos al Dolphin Mall, ya hemos quedado que mañana viene en su camioneta a buscarnos y nos ayuda con las maletas y nos lleva al aeropuerto, ¿no es una maravilla, mi amor?, ya arreglé todo con Renato para mañana y así no te molestamos y él nos lleva al aeropuerto.
Incapaz de fingir cierta cortesía y ser tolerante o conciliador, Julián se siente lastimado. Está irritado, no puede ocultarlo. Le dice a su madre que le parece insólito que piense ir al aeropuerto con Renato: mamá, por Dios, yo he ido a buscarte al aeropuerto, no Renato, yo estoy pagando el hotel que tú elegiste, no Renato, yo quiero llevarte al aeropuerto mañana, ¿cómo es posible que hagas estos arreglos absurdos con Renato? Julián levanta la voz, furioso; Dora no se repliega y parece encolerizada; ambos hablan a la vez; hay una creciente tensión en la línea; ella lo acusa de estar “torciendo la verdad”, él alega que ella ha sido “desatinada”. Ambos están tan ofuscados por el absurdo incidente del chofer cubano (tal vez se parecen de un modo genético en su inflamado sentido del orgullo) que ya no quieren verse. Muy bien, entonces nos veremos mañana, dice él, secamente, dando por cancelada la comida de esa noche. Así será, dice ella, y cuelga.
Ahora Julián no sabe si es él o su ex chofer cubano quien llevará al aeropuerto a su madre y Carolina. Entretanto, Dora y Carolina no saben si Julián tendrá la mínima cortesía de aparecer en el hotel a la hora de retirarse y pagar la cuenta. Nadie sabe qué pasará mañana. De momento, todo se ha echado a perder por una llamada telefónica. Ya no importa quién tiene la razón, piensa Julián, lo absurdo es que no hemos salido a comer por culpa de Renato, y eso es algo que le causa tanta tristeza como perplejidad.
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