Ariel Segal, Opina.21
arielsegal@hotmail.com
El próximo martes, los estadounidenses elegirán a un tercio de sus senadores, a casi todos sus congresistas (la cámara baja) y al presidente de la República, en un proceso electoral que puede lucir injusto a ojos de quienes estamos acostumbrados al sistema de elección directa de la mayoría de las democracias occidentales, pero que para ellos es usual puesto que, desde su fundación, Estados Unidos se basa en un delicado equilibrio entre el poder del gobierno central (en su caso, “federal government”) y el de la autonomía de cada estado, por lo cual el voto de aquellos en donde hay más población vale más que el de sus similares menos populosos.
En este sistema de colegio electoral, en el cual el votante elige a representantes que en una convención reafirmarán si Obama o Romney ganaron en su estado (no importa por cuántos votos pues el ganador se lleva a todos los delegados de esa circunscripción), podría darse la situación del año 2000, cuando Al Gore obtuvo más votación a nivel nacional, pero George W. Bush se llevó la presidencia al ganar en estados de peso, incluyendo el de la famosa controversia que tuvo que ser resuelta por la Corte Suprema de Justicia del país: Florida. Otro caso interesante es el de Abraham Lincoln, quien en 1860 ganó con poco menos del 40% de los votos a nivel nacional, y su elección sublevó a los estados del sur contra el norte, originando la única guerra civil en la historia de Estados Unidos.
Romney y Obama se dedican en estos días a visitar e invertir en los llamados “swing states” (los que pueden girar a favor o en contra de ellos), que son 9, con el premio mayor en Florida, con sus 57 delegados, Ohio con 20 y Wisconsin con 10. Estos estados determinarán la elección con sistema político complejo que se deriva del balance conseguido por los seguidores de Alexander Hamilton, quienes creían que el poder central debía ser muy fuerte, vs. los de Thomas Jefferson, que avalaban un país descentralizado.
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