Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Ese señor era mi padre y tal vez pensó que si tenía un hijo hombre (ya tenía dos hijas) se le pasaría el enfado por ser cojo y olvidaría el rencor contra los que lo escondieron por ser cojo. Probablemente pensó que su hijo hombre sería todo lo que él no había podido ser: por lo pronto, un hombre capaz de correr, caminar a paso marcial, sin merma ni discapacidad física, apto para el combate, hecho para aprender la disciplina en el cuartel. Ese señor no había podido ser militar por culpa de su cojera y pensaba que su hijo hombre, el que llevara su nombre, lo redimiría de sus fracasos, sería espada de honor de su promoción y pelearía en la guerra con los chilenos que él creía necesaria para recuperar los territorios perdidos.
Pero a ese señor que era mi padre le ocurrió la desgracia de que su hijo hombre, el que llevaba su nombre, le salió mujer. Genitalmente era hombre, pero en las formas y el espíritu era mujer, en el humor y las risas era mujer, en su manera de andar y correr era mujer, en cada detalle, cada gesto, cada minúsculo drama era mujer. Ese niño no podía ser recio, pelear a golpes con los primos, aventarse de cabeza al agua, no podía disparar armas de fuego sin asustarse por el estruendo, no podía ser la bestia que su padre esperaba. Ese niño era una niña, el vivo retrato de su madre santa, idéntico a ella: flaco, flaquito, ensimismado, exagerado, pío, devoto, fácil para el llanto, delicado, sensiblero. El hijo del cojo no había salido al cojo, había salido a la esposa del cojo, la santa, y no había manera de cambiar ese destino porfiado: por mucho que el cojo intentaba hacer macho a su hijo y la santa rezaba para que su hijo fuera viril, el niño era lo que era, delicado, tímido, sensible, y por eso su padre lo miraba furioso, con una rabia incurable, y su madre lo miraba llorosa, derrotada, esperando el milagro.
Con el tiempo las personas no cambian y los rasgos que las definen se acentúan y donde había una natural afinidad queda el entendimiento carente de esfuerzo y donde surgían los primeros desencuentros agrios persisten los fracasos de toda una vida, ya no la rabia de los que se oponían sin saber por qué peleaban sino la tristeza de recordar que no hubo manera de encontrar una tregua, una conciliación, un armisticio. Ese señor que era mi padre ya no estaba molesto conmigo o su destino o sus padres que se avergonzaron de él por ser cojo: peor aún, estaba avergonzado de haber engendrado a un hijo mujer, un hijo que no tenía cojones, agallas para ser militar, un hijo afectado y quebradizo que por cualquier cosa se ponía a llorar, un hijo presumido que quería ser escritor y ni siquiera tenía estómago para serlo y terminaba siendo un bufón o un arlequín que besaba hombres en la televisión. Ya no le quedaba rabia a ese señor que era mi padre, ahora era un hombre consumido por la vergüenza, empequeñecido por los escándalos de su hijo mujer, diezmado en su honor y su reputación por el puterío insaciable que era la vida pública de su hijo mujer.
Entretanto, la santa lloraba, lloraba y rezaba, rezaba para que se hiciera el milagro con su hijo mujer y se volviera hombre, rezaba para que su esposo cojo dejara de odiarla, maldecirla y mirarla con ese destello iracundo que le recordaba al demonio mismo. Pero nadie cambiaba para bien, todos cambiaban para mal, para peor: el cojo cojeaba más, a duras penas podía caminar, arrastraba su cojera y se refugiaba en los vicios más comprensibles como el tabaco y el alcohol, y el hijo mujer cada paso que daba era mujer, inequívocamente mujer, incluso cuando se casaba o tenía una hija lo hacía todo de una manera escandalosamente femenina, reñida con la hombría, atacada por la más honda y desgarrada sensibilidad, como si llevar un colgajo genital masculino fuese una merma, una discapacidad para él.
Ese señor que era mi padre y ese hijo mujer que era su hijo mayor éramos lisiados los dos: lisiados del alma, minusválidos de espíritu, enemistados sin remedio, enfrentados hasta el final. Todo en mí despertaba rabia en él, todo en él provocaba desdén en mí. No podíamos ser amigos o aliados, era imposible, tampoco podíamos ignorarnos, fingir que el otro no importaba, era imposible, él vengaba sus frustraciones en mí y yo conocía la desdicha en su mirada de loco peligroso.
Nunca era más peligroso ese loco que cuando estaba borracho y humillado por su esposa, que lo reñía por tomar tanto y le echaba el trago al inodoro, tratando de reformarlo. Venía con su paso desquiciado hasta mi cuarto y desataba su cólera y me ordenaba bajarme los pantalones y la correa silbaba el viento y un incendio repentino crecía y se extendía con cada latigazo. Por qué ese señor que era mi padre castigaba con saña a su hijo mujer: tal vez porque así lo habían castigado a él cuando era niño, en su casa, en el internado en Londres donde lo confinaron para ocultarlo, en el barco, tal vez porque la vida se había ensañado con él de una manera tan viciosa que entonces se justificaba que él se ensañara con la vida en represalia, odiando todo lo que ella le había traído alrededor. En esa ceremonia sádica, brutal, ese señor que era mi padre conseguía liberarse de sus demonios y ya luego podía irse a tomar unos tragos más tranquilo, y, al mismo tiempo, yo aprendía extrañamente a asociar el dolor con el placer y esperar a que un hombre viniera a emboscarme y hundirme con él en el pantano de la infelicidad, la cólera y los insultos cargados del odio más vil.
Con el tiempo las personas no cambian o cambian para mal, para peor, y los rasgos que acaso las definen se acentúan. Apenas pude, me alejé de ese señor que era mi padre y me fui a vivir con los abuelos maternos y aprendí a ganarme la vida mintiendo. No tardé en convertir mi destino en una venganza: todos mis actos tenían sentido si provocaban la indignación y el repudio de ese señor que era mi padre, todas las líneas que escribí me las dictó el diablo que él había alojado a correazos en mí, todos los libros que fabulé estuvieron envenenados por esa sustancia impura que es el rencor, todos los besos en que perdí un pedazo de vida fueron maliciados y ejecutados con la frialdad del que disparaba en el paredón de fusilamiento. Ese señor que era mi padre se fue muriendo de la vergüenza y la humillación de tener un hijo mujer y ese hijo mujer se fue muriendo en cada palabra intoxicada por el rencor con la que fusiló a su padre cojo. Pudieron no haberse conocido, pero el destino quiso reunirlos.
Al final de sus días, lo que ambos deploraban cuando veían al otro era su incapacidad de aceptarlo con todas sus miserias y perdonarlo. No, no podía perdonarse a un padre tan bestial, a un hijo tan mujer, nadie podía perdonarse.
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