Ariel Segal, Opina.21
arielsegal@hotmail.com
La mayoría de los Papas se identifican con algún pontífice anterior o con un santo al cual admiran y, por supuesto, enfatizan los aspectos más magnánimos de sus trayectorias, dejando de lado las polémicas de sus biografías, que son competencia de los historiadores.
Casi todos los sacerdotes medievales venerados hoy por el catolicismo fueron también hombres de guerra, pues vivieron en el contexto de las cruzadas y otras guerras religiosas, y otros tuvieron responsabilidades en atrocidades cometidas por la Inquisición. Francisco de Asís –en quien se inspira el papa Jorge Bergoglio– participó en guerras (entre ellas la de Roma, reclamando autonomía al resto del Sacro Imperio dirigido por un emperador germano). Similares antecedentes militares tuvo Ignacio de Loyola, fundador de La Compañía de Jesús, a la cual pertenece el papa Francisco.
Con la pérdida de poder político, la Iglesia Católica dejó de enaltecer el heroísmo guerrero de sus personajes santificados y, más allá de las críticas a esta institución por su dificultad para adaptarse a las realidades sociales de nuestros tiempos, Papas como Juan XXIII y Juan Pablo II impulsaron cambios teológicos para aproximarse a otras religiones y asumir culpas históricas con respecto a siglos de violencia contra sus oponentes.
Mientras este proceso ocurre en el catolicismo, sectores que se creen progresistas continúan cosechando una religión en la cual se santifica a personas violentas como Lenin, el ‘Che’ Guevara, Mao Zedong y, ahora, al recién fallecido Hugo Chávez, quien siempre se jactó de ser un soldado e intimidaba represivamente a sus oponentes. La ironía es que, mientras se proclaman comunistas o socialistas, sus devotos crean ideologías religiosas con líderes mesiánicos.
Dicen que la fe mueve montañas, pero las ideologías fanáticas crean tormentas de consecuencias impredecibles.
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