Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Esta semana han despedido a la maquilladora, al operador de audio que me ponía el micrófono y a uno de los camarógrafos y su hijo.
La maquilladora era nicaragüense y digo era porque supongo que no la veré más. Se llamaba Matilde, tenía dos hijos, vivía con sus padres ancianos. Huyeron de Nicaragua cuando los sandinistas, esos asaltantes de caminos, tomaron el poder por las armas. Tenían un buen pasar en Nicaragua, el padre de Matilde era hacendado, vacacionaban en una casa frente al lago, pero lo perdieron todo cuando escaparon de la guerra y vinieron a Miami sin un céntimo, a comenzar de nuevo.
Matilde mantenía estoicamente a sus padres, de edad avanzada y salud quebradiza, y a sus hijos, estudiantes aplicados de la universidad. Estaba siempre cansada, apesadumbrada, con dolores de espalda por estar de pie tantas horas. Entraba al canal a la una de la tarde y se iba a las once de la noche, al terminar el programa.
Nos teníamos simpatía. Yo la dejaba hablar, la escuchaba, absorbía su energía mala, retorcida, tenía paciencia para oírla quejarse de la maquilladora del lado, a la que detestaba, y de la gerencia, a la que acusaba de abusar de ella y no pagarle lo justo, y de que no le pusieran un monitor en la sala de maquillaje para ver cómo salían en televisión los rostros que ella maquillaba.
A veces me preguntaba por mis hijas mayores, si me llamaban, si nos veíamos, y yo le mentía, le decía que sí, que todo estaba bien, que no se preocupase. Pero no me gustaba hablarle de mí, prefería que ella se desahogase conmigo y me dijera lo injusta que era la vida.
Todo era desigual para ella, todo era un abuso, un sufrimiento, una humillación. Le afectaba que un comediante gay se burlara de su fe religiosa. Ella no ocultaba su fe, hacía alarde de ella, la sala de maquillaje parecía una capilla ardiente, había pegado en el espejo y las paredes imágenes de Cristo y de la Virgen y de ciertos santos cuya protección invocaba.
Yo veía con respeto y curiosidad su devoción religiosa. Le decía que mi madre era como ella, de una fe inquebrantable, una dedicación absoluta a su familia, y que, como ella, no dudaba de que esto, la vida, era solo una prueba, un examen, un viaje breve por el que luego un Ser Superior nos juzgaría y evaluaría si hicimos buen uso de los dones que nos concedió.
Al final de la sesión de maquillaje, que no duraba más de quince minutos, rezaba, rezaba conmigo, me imponía las manos sobre la cabeza, cerraba los ojos y rezaba algunas cosas como recitándolas de memoria. Yo no le decía soy ateo, soy agnóstico, no creo una sola palabra de las que estás diciendo de paporreta, porque mi madre me enseñó a ser educado y me da curiosidad y ternura la gente que reza, me hace rezar, que cree que tengo una alma, una fe escondida.
Sus oraciones y plegarias eran muy sentidas, aunque a menudo se repetían. Rezaba para que el Señor “apartase de nuestro camino a las víboras y alimañas ponzoñosas”, usaba esas palabras, nunca decía culebras, serpientes, hienas, chacales, tarántulas, siempre eran “víboras y alimañas ponzoñosas”, y yo sentía que cuando decía eso se refería a la gerencia del canal y a los comediantes amanerados que se burlaban de su religiosidad. Luego pedía que “nuestros jefes grandes y chiquitos no nos dejaran sin trabajo, no nos dejaran en la calle”, que entendieran que ella y yo éramos jefes de familia y teníamos que mantener a unas personas que dependían de nosotros. Pedía por el rating del programa y no se quedaba corta, pedía que el programa tuviera “el más alto rating nacional e internacional”. Luego, y esto lo repetía todas las noches, rogaba que “nunca estuviéramos confinados en una cama”, postrados en un lecho de dolor, y que nuestra muerte “fuese rápida y repentina como la de un pajarito”, lo que me dejaba perplejo, absorto. Por último le pedía a Dios, con la certeza de que Dios estaba atento a nuestras súplicas desde una sala de maquillaje de un canal de Hialeah, que esas muertes rápidas, repentinas, indoloras, fuesen una muestra de su gracia y misericordia desde nosotros “hasta nuestra quinta generación futura”, ya por la sexta generación no rezábamos nunca, nos quedaban muy lejos, supongo.
Silvia venía los viernes al programa pero no la dejaba rezar con ella, la cortaba enseguida, le decía yo no creo, soy atea, y entonces Matilde la maquillaba en silencio y creo que se decepcionaba un poco de mí, pensaba cómo el señor Baylys puede estar casado con una señorita que se jacta de ser atea y no me consiente un rezo exprés.
El operador de audio, Danilo, venía a mi camerino veinte minutos antes del programa y me ponía el micrófono pero no lo encendía para poder intercambiar los chismes del día. Era cubano, estaba casado con una mujer enferma, eran padres de un niño inquieto, se sentía abrumado porque tenía que mudarse y no tenía dinero para comprar un departamento y siempre le dolía algo y no conseguía dormir, pasaba muy malas noches y su esposa con cáncer tampoco conciliaba el sueño y al día siguiente era realmente difícil seguir viviendo. Yo le regalaba pastillas para dormir, toda clase de pastillas, y también perfumes, corbatas, chocolates, porque me parecía un tipo muy sufrido. A veces le ofrecía un billete pero no me lo aceptaba, era orgulloso, tenía dignidad. No me imaginé que lo despedirían, hacía bien su trabajo, era empeñoso, entusiasta, aplaudía cuando yo pedía aplausos. Quería triunfar en la vida, poner un negocio, una página de apuestas por internet, escribir el guión de una telenovela, yo lo alentaba pero al final las dificultades de la vida y las dolencias de su salud terminaban por abrumarlo.
El camarógrafo Genaro y su hijo Junior eran buena gente, cubanoamericanos, más americanos que cubanos, hablaban entre ellos en inglés. El padre era gordo, estaba pálido, decía que su salud estaba muy menoscabada y cuando nos encontrábamos en el baño me contaba que tenían que operarlo, que le dolía todo pero no tenía suficiente dinero y el seguro no le cubría. Daba la impresión de que le costaba trabajo sostenerse en pie. Durante el programa, se sentaba, tosía, daba muestras de cansancio, parecía que podía desmayarse en cualquier momento. Era un hombre realmente destruido por los años, no estaba en condiciones de estar tantas horas de pie, detrás de una cámara. Su hijo era bromista, pandillero, revoltoso, y se reía de mis chistes y lo que más le gustaba era que yo hablase de mujeres lujuriosas o le preguntase a qué lugar convenía ir a ver bailar mujeres con el pecho descubierto, porque él y su padre compartían esa debilidad, esa afición, y al terminar el programa se iban juntos a tomar una cerveza y ver mujeres haciendo bailes eróticos. Esa amistad entre un padre y un hijo que iban juntos a un bar de tetas al aire me conmovía, me parecía que era una señal de que el padre era realmente un buen tipo y su hijo lo quería genuinamente.
El viernes que fui al canal ya no estaba la maquilladora nicaragüense, el microfonista cubano, el camarógrafo y su hijo, y los eché realmente de menos. En su lugar estaban otras personas asustadas, nerviosas, que me trataban de usted y parecía que estuvieran en una trinchera de guerra, oyendo silbar las balas, conscientes de que podían caer abatidos como los que estaban reemplazando, y yo les dije que me trataran de tú, que se relajaran, que al final todos nos íbamos a morir y que a veces lo mejor que puede pasarte es que te despidan porque una puerta se cierra para que se abra otra mejor.
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