Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Hace unas semanas me dieron unos días libres en la televisión y programé un viaje a Key West, coincidiendo con una visita de la familia de mi esposa, así los dejaba en libertad de disfrutar de la casa sin enredarse con mis horarios trastocados, mis manías y caprichos. El destino me privó de subirme a ese avión, el primer vuelo renuente que estaba dispuesto a tomar este año. Era domingo, había un tráfico endemoniado, todo el mundo salía de la isla, la procesión de autos bullangueros no se movía, perdí el vuelo y regresé a casa. No tuve, sin embargo, la menor tristeza. Sentí que el azar me había salvado de unos días incómodos, en un hotel caro y seguramente alborotado, lleno de borrachos felices, con el aire acondicionado muy frío y turistas que me reconocerían y pedirían fotos. Regresé a casa con la certeza de que aquí dormiría mejor que en ninguna parte.
Luego llegó el momento de tomar el avión a Barcelona para promocionar una novela recién salida en España. Con los años y las novelas he aprendido que las promociones son completamente inútiles y que uno termina dando entrevistas a gente equivocada sobre temas indeseables y que el puñado de valientes que comprará la novela lo hará con promoción o sin ella. Incluso he llegado a pensar que las promociones suelen ser tan idiotas, y proyectan tan nítidamente mi imbecilidad, que resultan disuasivas, espantan al lector, y lo mejor es no abrir la boca y quedarse callado como si uno tuviera algo inteligente que decir, pero, por pudor, se lo guardara. También he desarrollado alergia, aversión a los aviones y aeropuertos, y he terminado siendo como esos futbolistas de provincias que no viajan en avión (pienso en Pedrito Ruiz). En mi caso no es el miedo a que se caiga el aparato. Es el miedo a encontrarme con gente espantosa en los aeropuertos y los aviones, el miedo a verme envuelto en conversaciones terroríficas con espontáneos y azafatas y amigos de la familia, el pánico a tragar gases descomedidos de los pasajeros vecinos. Debido a tantos miedos, y a que mi estado de salud es delicado, como delicado ha sido mi ánimo desde que nací, me vi obligado a cancelar el viaje a Barcelona, seguro de que estaba privándome de una suma de contrariedades, incomodidades, sobresaltos y desdichas que en ningún caso se verían compensadas con la dudosa felicidad de ver la novela en una librería del paseo de Gracia.
Anoche tenía que subirme a un vuelo a Buenos Aires y tampoco me animé a salir de casa y mandé correos para decir que no podía viajar porque estaba enfermo. Qué tengo, no lo sé, pero es seguro que estoy enfermo. Un síntoma de la enfermedad es que todo me da miedo, me parece que va a salir mal, lo veo jodidamente torcido, inconveniente, un complot avieso contra mí. Me daba miedo estar en Buenos Aires y que me pillara una ola de frío polar, me daba miedo que se apareciera en el hotel mi ex novio con sus amigos militantes a hacerme un escrache, me daba miedo caminar por Recoleta y que me robaran el reloj pulsera, me daba pavor ir al departamento y llenarme de recuerdos insoportables, sobrecogedores. A medida que envejeces te vas llenando de enemigos y te vas dando cuenta de que lo mejor es no salir de casa para no darte de bruces con ellos. También vas perdiendo ciudades, países, los vas borrando del mapa porque te parece arbitrariamente que ya corresponden a un período de tu vida que se ha clausurado y no conviene reabrir. Por eso no voy a Santiago de Chile, no voy a Bogotá, no voy a Buenos Aires, y así, porque sé que los recuerdos felices que me inspiran esas ciudades se van a corromper y languidecer cuando vuelva a ellas y me dé cuenta de que ya nada es como era entonces.
Mi hermana me escribe desde Nueva York y me anima a visitarla. Cómo podría incurrir en la temeridad de tomar un vuelo a esa ciudad si la última vez que me aventuré a visitarla perdí el pasaporte, el honor y media vida. No puedo volver, no debo volver, siempre que voy a esa ciudad de locos pierdo el pasaporte, el honor y casi la vida. Me enamoro como un perro, me declaro azorado sin temor al ridículo, se excusan amablemente de mi compañía, me recuerdan mi vejez y mi obesidad, y vuelvo a casa apiñado en un avión sin poder respirar, sintiendo que así, un rehén en medio de tantas conversaciones vocingleras, estúpidas, de bebés que chillan y parejas que se besan, voy a terminar de enfriarme y llegar helado e inanimado a casa. Entonces le digo a mi hermana que me encantaría ir a verla y pasar unos días de compras locas con ella, pero mi salud no consentiría esos desenfrenos y los médicos me han prohibido subirme a un avión. Qué médicos son esos, unos señores imaginarios que viven en mi cabeza y me auscultan y escudriñan y encuentran enfermedades incurables y me susurran al oído que, si quiero seguir vivo, debo evitar los aeropuertos y los hospitales, los viajes y los chequeos, los hoteles y las tomografías. Son mis médicos de cabecera, unos personajes ficticios, entrañables, que no me cobran, que me recetan lo que les pido, aun si consideran imprudente que tome tales medicamentos.
Pero qué tienes, por qué dices que te estás muriendo, de qué te estás muriendo, por qué dices que tienes un tumor inoperable, me preguntan mis editores plantados y los periodistas cabreados con mis desplantes de diva decrépita. No sé qué tengo, les digo, es una enfermedad misteriosa, inclasificable, no precisada, aún no descubierta, pero que me estoy muriendo, me estoy muriendo, y que tengo un tumor inoperable, lo tengo a saco. Pero por qué es inoperable, me preguntan, y yo respondo la verdad: porque siento en la pared de la cabeza un bulto, un pólipo, una bola de grasa, una protuberancia tetuda, que, si no es un tumor, será una bola de pingpong que he tragado sin darme cuenta o una concentración solidificada de tristeza: la pena de no ver a mis hijas, no poder publicar las novelas que mi madre va vetando sin siquiera leer, no ser presidente ni primera dama de mi país de origen, la pena de estar de regreso en el clóset con un tumor originado por tantas penas, una tristeza incurable, y la angustia de que ese tumor sea inoperable porque yo no me opero nada ni a balas y lo que tenga que pudrirse se pudrirá solito, pero ya una vez me cortaron la panza para tasajearme el hígado y nunca más me someteré a esas carnicerías desalmadas que siempre te dejan peor de lo que estabas.
No deja de ser una ironía que, cuando por fin tienes la plata para viajar adonde te dé la gana, no tengas las fuerzas, el aire, el fuelle, el resto físico para llegar al aeropuerto. Cómo me gustaría ir un par de semanas a Londres a encontrarme con mis hijas mayores, pero estoy seguro de que les estropearía el verano, una corazonada certera me dice que ellas estarán felices y libres si las exonero de mi pesarosa compañía y los recuerdos desventurados que a buen seguro ella les inspira. Cómo me gustaría encontrar un segundo aire para volver a Lima y llevar a mi madre a tomar el té al Country como solíamos hacer cuando éramos esclavos y sin embargo felices, pero sé que llegaría destruido, erosionado por las horas gélidas de vuelo, corroído por los recuerdos desdichados de todo lo que pudo ser y no fue, sé que terminaríamos discutiendo alrededor del té porque yo le diría que soy agnóstico y ella me diría que, si publico esa novela, no la veré más en vida y yo le diría que, si no publico la novela acatando su censura, tampoco la veré más en vida ni después si hay otra vida, porque me quedaré lastrado y envenenado por el rencor y sentiré que ella deplora profundamente todos los libros que he escrito y el diablo acaso me ha dictado, como ella cree.
No debo, entonces, viajar a ninguna parte, subirme a ningún avión, esperar la felicidad en un hotel de lujo o una ciudad inexplorada. No debo siquiera volver al cine en el que anoche he perdido tres horas miserables, heladas, viendo un bodrio pretencioso y sufriendo los ruidos de los espectadores. No debo salir de casa, dentro de lo que cabe. Y no es que sea desmesuradamente feliz en esta casa, pero es el clóset, he vuelto al clóset, y uno se acostumbra a la penumbra del armario, a la quietud, al silencio, al eco acallado que proviene de la calle, y uno sabe que allá afuera todo será peor, mucho peor.
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