Jaime Bayly,La columna de Bayly
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Tienen buenas razones para evitarme. Las comprendo. Me porté como un patán con ellas. Las eché no de mi casa sino de su casa, que estaba a mi nombre. Eso no se hace. Yo lo hice. Toca vivir con eso: una casa que nadie quiere habitar y unas hijas que no quieren verme.
No es fácil ser padre cuando eres mal padre. Tienes que pagar las cuentas aunque no quieran verte. Hiciste lo que pudiste y terminaste perdiendo. No te juzgan por tus aciertos, te juzgan por tus errores, de todos modos terminas perdiendo. El promedio debería favorecerte pero los hijos no sacan el promedio, te juzgan por tu último y más clamoroso error y a ese error se aferran. Pedir disculpas es inútil cuando se ha destruido la confianza. Sí, ya, te perdono, pero igual no quiero verte porque eres un mal recuerdo.
No sé qué estudia mi hija mayor. No sé si está enamorada. No sé si fuma. No sé nada de ella. He tratado de propiciar un encuentro pero he fracasado. No parece probable que ese encuentro ocurra el próximo año. Sé que mi otra hija terminará pronto el colegio. No asistiré a la graduación, no estoy en condiciones. Sé que ha sido admitida en una universidad. No sé qué va a estudiar. Sé que tengo que pagar las cuentas y no hacer preguntas. No imaginé ese destino para mí, el del padre que paga unas universidades sin saber qué es lo que estudian sus hijas. Yo no pude perdonar a mi padre, mis hijas no me perdonan, por lo visto es algo que está en los genes. Mi abuelo fracasó con mi padre, mi padre fracasó conmigo, yo he fracasado con mis hijas. El padre que fracasa, ese soy yo. Con ese tipo tengo que vivir hasta el final, espero que esa penosa coexistencia termine más o menos pronto, no estoy dispuesto a vivir conmigo eternamente.
La salud, como es lógico, empeora. Ha sido un año cruel. Nunca me he sentido más cerca de la muerte como la otra noche. No salgo a correr, no salgo a caminar, no hago ejercicios, no hago sino engordar y esperar pacientemente el fin. No quiero que se acerque ningún médico, ni siquiera si es de la familia, de esos desconfío más. Me gustaría morir en esta casa, en esta cama. Es una cama muy cómoda, la mejor que he tenido. Ninguna cama de hospital podría superar a esta cama.
Desde que dejé de tomar esas pastillas no he conseguido hacer el amor. Dejé de tomarlas por temor a que me diese un infarto. No me parece una muerte digna, alardeando de un vigor sexual falso. Hay amor pero no hay erecciones. Hay amor pero no hay interés en hacer el amor. Hacer el amor es una cosa del pasado, un hábito en desuso. Ya no me acuerdo de todo eso. Este año que termina me ha reducido a esa humillación: puedo amarte con palabras, no de otra manera.
No me interesa viajar a ninguna parte. Tengo dinero para viajar pero no tengo ganas de salir de casa. Todo viaje imaginario es una suma de contratiempos y fatigas y pesares. No quiero morir en un avión o en un aeropuerto o en la cama con arañas de un hotel de lujo. En los hoteles de lujo hay arañas vivas, yo las he visto.
Tengo un trabajo. Me pagan bien. Es un trabajo fácil, lo hago sin mayor esfuerzo. Me pongo el traje y la corbata y voy a la oficina y cumplo un horario y soy atento con los jefes y no tan atento con los empleados que ganan menos. Nadie es feliz en esa oficina. Todos quisiéramos estar en otra parte y tenemos cara de estar condenados a ese trabajo denso, oscuro, mediocre. La rutina de ese trabajo me recuerda que soy un mediocre. Quise otra suerte para mí, no fue posible. Soñé un mejor puesto, un ascenso sostenido al éxito, un éxito tremendo, escandaloso, el poder y la gloria. Nada de eso ha ocurrido ni está ocurriendo. Lo que ocurre, y así lo veo con claridad, es que estoy en caída libre. Al caer, veo que otros me hacen adiós y se asoman para ver cómo quedará despanzurrado mi cadáver. Este periódico en el que escribo servirá, si acaso, para cubrir mis restos (estoy tan gordo que puede que no alcancen las páginas). Eso es lo que soy hace más de treinta años: un hombrecillo bilioso que escribe en el periódico. Cada vez somos menos los que leemos los periódicos.
No me pidan optimismo. No ha sido un año bueno para mí. Los optimistas, los que salen a correr al alba, los que se jactan de sus triunfos y hazañas, son mis enemigos. Lo siento, no tengo nada bueno que contar. Lo que cuento es mi vida y mi vida es una cosa en decadencia, en franca decadencia. Es lo que hago aquí, en esta columna, contar las cosas francamente.
Podría servirme de consuelo el recuerdo de una novela que, a pesar de todo, pude escribir este año. Es una novela sobre el poder, sobre unos sujetos inescrupulosos que sueñan con el poder y se pelean por el poder y lo sacrifican todo en nombre del poder. Es una novela sobre la televisión y la política, dos mundos que no me son ajenos, y sobre la viciosa erosión del tiempo, esa llovizna fría y persistente, en los ideales de las personas, en la nobleza que se corrompe de las personas. Quizás sea una buena novela, no lo sé. Es una mala novela comparada con las buenas novelas y es una buena novela comparada con mis malas novelas, todo es relativo.
No aspiro a que el año que viene sea mejor. Aspiro a sobrevivirlo.
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