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Opinión

Cuando mi hijo me contó que había sido admitido en una universidad de prestigio, le dije que me sentía orgulloso de él, aunque no le pregunté qué pensaba estudiar ni calculé cuánto iría a costarme esa universidad, solo me alegré por él y pensé que, costase lo que costase, estudiase lo que estudiase, tenía que darle mi apoyo incondicional, un apoyo que, me dije, consistiría básicamente en pagar todo sin hacerle preguntas incómodas ni entrometerme donde no era bienvenido.

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Ya entonces llevábamos un tiempo largo sin vernos como consecuencia del divorcio que me enfrentó a su madre. No fue una separación amigable, no fuimos capaces de algo tan inhumano, mi ex esposa y yo pasamos de amarnos y desearnos a odiarnos y pelearnos con absoluta ruindad por ambas partes, tratando de destruir al otro, hundirlo en el fango, ahogarlo en la culpa, liquidarlo, dejarlo fuera de combate. Mi hijo, que había sido mi gran compañero de ir al cine todas las tardes a ver lo que fuera, que había sido mi gran compañero de viajes en los que nos sentábamos a mirar a la gente y reírnos de ella, que había sido mi gran compañero en el hábito insidioso de hablar mal de la familia incluyendo a su madre, fue testigo de la guerra de invectivas y reproches que destruyó mi matrimonio y creo que nunca se recuperó de ver a sus padres descendiendo a los infiernos de la más pura mezquindad. Mi ex esposa hizo todo lo posible para destruirme, llegando a conspirar con mi propia madre contra mí, quedándose con más dinero del que le tocaba (dinero de mi madre, dinero que le sacó a mi madre con engaños y lloriqueos) y consumó la venganza perfecta: convenció a mi hijo de que yo era el enemigo, lo puso a pelear en su ejército diezmado, lo envenenó para que me odiase.

Por eso cuando mi hijo me contó que había sido admitido en una universidad de prestigio, pensé que quizás sería posible que reanudásemos los lazos de afecto entre él y yo, unos vínculos que se habían interrumpido cuando me divorcié de su madre y nos peleamos por la casa, los carros, los muebles de la sala y el comedor, por los colchones y las almohadas y hasta los inodoros que ella reclamó que eran suyos y mandó sacar bruscamente. Me hice la ilusión de que, alejado de su madre, en una ciudad neutral, en un país lejano, mi hijo tendría ganas de verme y me perdonaría por la batalla desalmada que nos enfrentó a su madre y a mí, una batalla de la que ambos, me parece, salimos rebajados, humillados por nuestra propia mezquindad.

No fue difícil entender el primer semestre que mi hijo no quería verme, no estaba preparado para verme como dijo él, y por eso no dudé en pagar todo lo que me pidió, la universidad, que era cara, y los gastos colaterales de toda índole, que no eran menores, y el presupuesto mensual para sus gastos personales no sujetos a ningún escrutinio ni auditoría por mi parte. No alegué que su madre debía pagar una parte de tan costosa operación de aprendizaje, ni siquiera pregunté qué estudiaría o por cuánto tiempo lo haría, me limité a hacer las transferencias bancarias a las cuentas que se me indicaron, en el cálculo optimista de que, si pagaba todo y era amable, a finales de año mi hijo aceptaría verme. No fue así. Al terminar el año me pidió que le pagase el viaje para ir a pasar las fiestas con su madre, y no me quedó más remedio que hacerlo.

Nada mejoró demasiado el segundo semestre. Las cuentas, era previsible, no declinaron, fueron en ascenso. Cada cierto tiempo yo sugería un viaje para visitar el campus y reunirme con mi hijo pero, muy educadamente, él declinaba el encuentro y se remitía a la misma disculpa: no estoy preparado para verte, papá. Estaba preparado para pedirme dinero, no para verme, y eso era algo para lo que yo no estaba preparado. Como a todo, fui acostumbrándome, así eran las cosas y había que ser paciente, qué más quedaba, con el tiempo él tal vez comprendería que lo que nos enemistó no fue una discordia entre ambos sino un de-sencuentro funesto entre su madre y yo que acabó contaminando todo lo que era feliz en la familia. Mi hijo tomó partido por su madre, aparentemente no me perdonó ciertas extravagancias sexuales que su madre consideró horrendas, impresentables. Aun en los momentos de mayor ofuscación, me pareció comprensible que él, por instinto, defendiera a su madre y me demonizara a mí. No pretendía que estuviese de mi lado, solo aspiraba a que fuese neutral y, pasado tanto tiempo sin vernos, me diese una oportunidad para tratar de reanimar lo que se había muerto: nuestra amistad. No era mi intención hablar del pasado, tocar temas espinosos, hablarle mal de su madre, mi intención era simplemente abrazarlo y pedirle perdón por los malos ratos ocasionados y luego ir juntos a ver una película, como habíamos hecho tantas veces en circunstancias felices.
Luego me dijo que quería comprarse una camioneta cuatro por cuatro y pensé que esa podía ser la oportunidad para propiciar el reencuentro. Acepté comprar la camioneta que él quería, a condición de que fuésemos juntos a comprarla. Mi sugerencia fue desestimada. No estoy preparado para verte, papá, me dijo. Muy bien, me resigné. Propuse entonces que comprase un auto menos caro, uno como el que yo conducía, un auto japonés, bueno pero no lujoso, nuevo, que costaba la mitad de lo que él pedía por la camioneta. No aceptó. Quería la camioneta o nada. No me quedó más remedio que enviarle la plata y confiar en que eso ayudaría a que nos reuniésemos. No pasó nada. Compró la camioneta o eso me dijo pero, de nuevo, se negó a un encuentro conmigo.

Recientemente, y luego de un viaje que hizo con su novia, mi hijo me dio a entender que, después de varios años de guerra fría entre los dos, por fin podíamos vernos. Hice los preparativos para viajar a finales del verano, separé una semana, anuncié en el trabajo que me tomaría unos días libres, le pregunté a mi hijo qué hotel me recomendaba y en qué lugar le parecía que podíamos encontrarnos a tomar el té, sin exponernos a ninguna incomodidad mayor. Sus respuestas fueron vagas, evasivas. No precisó la fecha ni el lugar del encuentro, aunque dio a entender que lo veía con simpatía o con una cierta resignación. Le aseguré que no le hablaría de nada malo, nada conflictivo, que no haría ninguna alusión a la guerra familiar ni a su madre en particular.

Todo parecía bien encaminado hasta que mi hijo me escribió un correo diciendo que se había accidentado. Había chocado la camioneta, se había roto unos huesos de la pierna, estaba en la clínica y lo iban a operar y su madre ya estaba con él. No podía caminar. Después de la operación tendría que usar silla de ruedas por un tiempo. Habló de cirugía invasiva, anestesia general, placas metálicas en los huesos. Me escribió: no sé si podré caminar en dos meses. Quedé desolado. Pensé que era mi deber viajar y acompañarlo en la clínica. Era lo que me tocaba, aun si él no lo pedía expresamente. Era lo noble, lo correcto, lo que un buen padre debía hacer, tomar el primer avión para acompañar a su hijo en un momento de dolor. No lo hice. Prevaleció el rencor. En ningún caso quería ver a mi ex esposa. Si mi hijo había llamado a su madre tras el accidente y no a mí, era porque quería estar con ella y no conmigo y yo debía respetar eso. Le escribí un breve correo afectuoso que terminaba diciendo: dadas las circunstancias, supongo que lo mejor es cancelar mi viaje y posponer nuestro encuentro. Mi hijo me dio a entender que, en efecto, eso era lo mejor para todos. Luego me pidió que le enviase dinero para su recuperación. No tardé en mandarle la suma exacta que me sugirió. Gracias por tu apoyo, me escribió.


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