Liz Saldaña
@liz_saldaa
“¡Negra!”. Oí gritar a un niño pequeño cuando estaba en el salón de clases en primaria. Lo curioso, es que no recuerdo el rostro de mi compañero, no recuerdo su nombre, ni en qué fila o asiento estaba ubicado, tan solo recuerdo su voz penetrante, su grito, su ofensa, quizás aprendida de sus padres.
Nunca fui de las niñas que callaban, ni de las que lloraban, menos de las que se quejaban con la maestra. Solía hacer justicia con mis propias manos. Es decir, lo afrontaba yo misma. Y en esta ocasión, como en casi todas, fue literal: tomé un libro de 200 páginas, me acerqué a él y se lo tiré en la cabeza. Obviamente terminé castigada.
La profesora llamó a mi madre y le pidió que no alentara mi forma violenta de defenderme, pero recomendaba que me defienda con la fuerza de la reflexión y las palabras, que de poco me servían a los seis años.
“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión”, dijo Nelson Mandela. Lo supe un tiempo después.
“¡Me dijo negra!”, se quejó mi hermana mayor con los ojos llenos de lágrimas en pleno recreo. “¿Quién fue?”, pregunté indignada. “Él”, respondió apuntando a un niño con el rostro adusto y sin signos de arrepentimiento.
Nos acercamos para encararlo: “¿Por qué le has dicho negra a mi hermana? Y volvió a decirlo: “¡Negras, negras!”. Esas palabras dichas con desprecio, sonaban a insulto. Creo que esta vez, tampoco funcionarían los consejos de mi madre.
Y sí, lo golpeé e insulté. El niño se fue llorando. Esta escena se repetía cada cierto tiempo, pero fui creciendo y ya no golpeaba a nadie. Bastaba un par de insultos creativos o una mirada de desprecio.
“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”, dijo Martin Luther King y sus palabras están siempre en mi cabeza.
“¡Negro!”. Oímos gritar a un joven en un parque cuando mi padre y yo nos dirigíamos a comprar pan una tarde de verano. ¿Por qué alguien insultaría a mi padre sin razón? Me pregunté. La sangre se me congeló y los bellos grandes ojos de mi padre se posaron en mí.
Me tomó de la mano, y nos dirigimos hacía el joven que nos miraba asustado. Mi padre le dijo: “Mi nombre es Fernando Saldaña, ¿cuál es el tuyo?…”. No recuerdo exactamente todo lo que mi padre le dijo al muchacho esa tarde, pero el joven terminó ofreciéndole disculpas y se fue a casa con una gran lección, al igual que yo.
“El arma más potente no es la violencia sino hablar con la gente”, decía Nelson Mandela. Lo aprendí mientras crecía.
“¿Te puedo decir negrita?”, me preguntó una compañera de la universidad de periodismo Jaime Bausate y Meza. “No, mi nombre es Liz Saldaña”, respondí, y luego le expliqué que es tu nombre el que debe identificarte no un rasgo o una característica física.
“¡No te dieron la entrevista porque eres negra!”, me dijo un compañero de trabajo y soltó sonora carcajada. “Es una broma, no te ofendas”, señaló al ver mi rostro estupefacto.
Esta vez no tenía un libro de 200 páginas a la mano, ni puños de acero o insultos creativos. Tenía algo mejor, el poder de la palabra, entonces recordé el consejo que de niña me había dado mi madre, y el ejemplo de mi padre.
“Debemos hacer fracasar los intentos por dividir a nuestro pueblo en bandos étnicos, por convertir su rica variedad en un peligro con el que perforar nuestros corazones”, decía Nelson Mandela.
La palabra negra me ha perseguido toda mi vida. Y sí, asumo con orgullo que soy afroperuana. Aquella raza que me ha otorgado los ojos grandes, la nariz ñata, el cabello ondulado, la piel canela, la sonrisa amplia y un buen sentido del humor.
Sí, soy afrodescendiente, admiro a Nicomedes y Victoria Santa Cruz, Caitro Soto, Lucha Reyes, y Susana Baca. También a Martín Luther King, Malcolm X y Nelson Mandela. Además, disfruto del festejo, la zamacueca y el alcatraz. Me gustaría aprender el zapateo, bailar tondero o el son de los diablos, cantar un pregón y recitar unas décimas.
Mi padre negro, de padres negros, se casó a los 28 años, con mi madre una mujer blanca, de padres indio y blanco, proveniente de la ciudad de Huánuco. Es decir, que como buena peruana, también tengo de ‘inga y de mandiga’.
Parafraseando a Martin Luther King me quedo con esto: “No soy negra, soy una mujer”.
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Discursos racistas se normalizan o disfrazan de bromas en el Perú https://t.co/6PUGSVAy7Y pic.twitter.com/BwOkC3pP2J
— Diario Perú21 (@peru21noticias) 3 de junio de 2017
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