Ariel Segal, Opina.21
Arielsegal@hotmail.com
“Si alguien está descontento con el resultado es su problema. Puede ahorcarse si quiere, no nos importa”, advirtió el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, hace un mes, luego de que se hiciera reelegir para gobernar su país por 33 años, aprovechando el ventajismo, la intimidación y la falta de independencia de poderes –en especial el electoral– característica común de los autócratas contemporáneos.
Mugabe sigue retando al mundo, y sobre todo, a su sufrido pueblo, luego de volver a perpetuarse en el poder a pesar de las acusaciones de su rival, Morgan Tsvangirai –exprimer ministro de un gobierno de unidad nacional– quien señaló que más de un millón de ciudadanos no pudieron votar tras alteraciones de un censo realizado por el gobierno. Ya en 2008, luego de un fraude que causó protestas de la oposición y la brutal represión y matanza de muchos de sus simpatizantes, Tsvangirai tuvo que aceptar, como mal menor, integrar un gobierno liderado por Mugabe.
Tal parece que Mugabe desea seguir poniendo la soga al cuello, no solo a los partidos de oposición, sino a casi todos los 12 millones de habitantes de Zimbabue, quienes sufren desde la década de los noventa la descapitalización del país a causa de un política de reforma agraria en el nombre de los pobres, que en realidad se convirtió en una práctica racista para quitar tierras a los blancos para otorgárselas a sus familiares y amigos en el poder, conduciendo a la caída de la producción y a un bloqueo económico que hace que ese país tenga la mayor inflación del mundo – más de 230 millones por ciento (un billete de 100 billones de dólares locales equivale a 5 de EE.UU.)– por lo cual los índices de hambre, enfermedades (el sida afecta a casi el 30% de la población), tasa de natalidad, etc, sean altísimos.
En un país donde la esperanza de vida oscila por los 40 años, Mugabe, de 89 años, sigue empeñado en acabar con la ilusión de vivir de aquellos a quienes, una vez, ayudó a conquistar la independencia.
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