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“Los que no construyen deben destruir”
p<>. Ray Bradbury (Fahrenheit 451)

A quienes han hecho de la lucha contra la corrupción su caballito de batalla, pues la verdad es que el pantalón les queda cada vez más ancho… y largo. Según el índice compuesto de corrupción del Banco Mundial, hoy estamos considerablemente peor que en el quinquenio pasado. La corrupción está llegando a los peores niveles de la era fujimorista, por imposible que parezca.

El presidente Ollanta Humala se ha negado a asistir a la comisión López Meneses, emblemático ejemplo de esta realidad. A través de distintos voceros dejó claro que no tendrá la comisión, y por lo tanto los peruanos, la posibilidad de contar con su versión. Es una lástima, sin dudas; si algo necesitamos los peruanos, es creer en nuestros líderes o, por lo menos, mantener una esperanza sobre ellos. Ni uno ni otro. El presidente Humala ha optado por mantenerse en silencio, y los peruanos seguiremos intentando, a oscuras, desentrañar qué ocurría en la calle Batallón Libres de Trujillo.

Que el mandatario quiera mantenerse en silencio es una prerrogativa, no una obligación. Algunos de esos felpudines que rodean a los mandatarios cada cinco años han salido a convencernos de la majestuosidad del cargo, de lo importante que es aislar a la presidencia de este tipo de investigaciones, lo cual no solo es ridículo, sino, además, patético. Los peruanos ya no estamos para escuchar sobre autosecuestros o autotorturas.

Si en Palacio han optado por el silencio, es prerrogativa del cargo y nada podemos hacer. Lo que no puede –no debe– hacer el mandatario es sabotear directa o indirectamente la búsqueda de la verdad. De hecho, esa fue su primera reacción: en lugar de llamar a la Procuraduría, fiscalía especializada o cualquier otro órgano competente, en Palacio optaron por solucionar todo entre esas cuatro paredes; sabe Dios quién y a beneficio de quiénes.

Si Palacio no quiere ayudar, por lo menos que no estorbe. O, al menos, que sea más caleta.


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