22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

En el Perú, se ha destapado una ola de denuncias de corrupción con características que vale la pena precisar: en algunos casos, son economía ilegal pura y dura; en otros, hay una relación activa entre economía ilegal y legal; existen también redes de corrupción que se organizan desde y en el Estado; y, finalmente, redes que se constituyen al margen de este, pero que tienen la intención de capturar alguno de sus sectores.

El punto de quiebre de la corrupción se produjo durante la década de los noventa, con una férrea centralización que tuvo como eje al Estado y como protagonista a Vladimiro Montesinos, hoy en prisión, condenado a 25 años como autor mediato de la matanza de Barrios Altos, así como a penas por corrupción que van entre 4 y 10 años de cárcel.

No es que antes de Montesinos no hubiese corrupción, y tampoco es justo decir que se eliminó cuando Fujimori se vio obligado a dejar el gobierno, por más que se logró desbaratar su carácter sistémico.

Sin embargo, ahora la novedad es la “industrialización” o “corporativización”, la organización en grandes redes y la creación de sinergias múltiples entre privados, y entre privados y sectores del Estado. Este es el nuevo “giro” del negocio de la corrupción; ya el eje no es la comisión a cambio de un favor o privilegio, por más que esta exista y sea cada vez más abultada. Mientras tanto, las organizaciones corruptas vinculadas a la economía ilegal se han expandido y buscan que el Estado se haga de la vista gorda; es el caso de los grupos criminales vinculados al narcotráfico.

En este marco, muchas agrupaciones políticas, nacionales y regionales –sobre todo las que carecen de ideas y programas–, se convierten en presa fácil de sus financiadores y sus cabilderos.

Estas agrupaciones han borrado de su horizonte conceptos como bien común, solidaridad, respeto por los ciudadanos o resguardo de los fondos públicos, y corren el riesgo de confundirse con tramas de corrupción regionales y nacionales.


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