Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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Al salir del cine le pedí a mi esposa que me pusiera la faja sintética en la barriga. Me levanté la ropa, ella dio vuelta a la faja, la ajustó bien y la dejó adherida a mi vientre de foca.
De regreso a la isla manejamos con cuidado porque era viernes a medianoche y los autos pasaban zumbando como bólidos y no teníamos apuro por llegar. Manejé muy despacio porque el camino estaba interrumpido por obras, desvíos, conos fosforescentes y policías agazapados por todas partes tratando de cobrarte una multa de trescientos dólares.
Al entrar en casa, me di cuenta de que había olvidado en el cine mi tableta electrónica. La llevo siempre para leer mis correos, mirar los periódicos en español y estar comunicado por si alguien me escribe un correo repentino comunicándome una desgracia, una enfermedad, una muerte, y es preciso salir del cine a tomar el primer vuelo a Lima o Nueva York. En Lima está mi madre, en Nueva York mis hijas mayores. Por eso llevo la tableta al cine, para estar conectado con la realidad y preparado ante una emergencia.
Estaba cansado, era la una de la mañana, habíamos manejado cuarenta minutos desde el cine hasta la isla y le dije a Silvia que mejor nos olvidábamos de la tableta y la dábamos de baja y conseguíamos una más moderna. Pero ella, una campeona, dijo que debíamos volver al cine y buscar la tableta y hacer un último esfuerzo por recuperarla. No nos la van a dar, se la van a robar, los limpiadores del cine deben de tener una mafia que se queda con los celulares y las tabletas, dije. Silvia insistió en que saliéramos en el acto. Al menos había una posibilidad de recuperarla y valía la pena intentarlo.
Por otra parte me mortificaba perder la tableta porque tenía acceso directo a la novela que estoy escribiendo sobre mi familia, mis hermanos, mi madre santa, mi tío millonario, las tías hilarantes y codiciosas, una novela que llevo escribiendo hace tres años y va por las setecientas páginas y tentativamente se titula “La sagrada familia”. Originalmente era solo sobre los diez hermanos que somos y las rencillas y enemistades y alianzas y guerras de guerrillas que nos han sembrado de minas el camino, pero, a la muerte de un tío millonario, homosexual, con afición a los hombres y en particular a los negros de Pisco y Paracas, me pareció que la novela debía extenderse y darle prominencia al tío rico y sus extravagancias y luego se me fueron deslizando, pícaras, ocurrentes, encantadoras, las tías, las hermanas regias del tío millonario que estaba muriéndose y cuya fortuna terminaba siendo objeto de una disputa cómica entre las tres hermanas que lo adoraban y no querían quedarse fuera de la repartición de la torta, una gran torta. Al darme cuenta de que había perdido la tableta me entró pánico de que alguien la hubiera recogido en el cine, se hubiera quedado con ella y hubiese robado mi novela.
Silvia me calmó, me dijo que en estos tiempos ningún empleado de limpieza del cine perdería tantas horas leyendo una novela en español sobre una familia de locos y chiflados. ¿Y si es peruano, y si me reconoce, y si se la manda a mis enemigos en el Perú y la publican pirateada?, decía yo, exasperado. Tranquilo, tranquilo, no va a pasar nada, vamos ahora mismo al cine y recuperamos la tableta, decía ella.
Subimos a otro auto, uno pequeño, azul, japonés, al que tenemos cariño y trae suerte. En el camino no dejé de hablar como una cotorra, un papagayo, un pelícano triste, una avestruz con la pata luxada, una avestruz renga. Era como un pájaro atormentado, un pájaro que no se callaba, como el pájaro que se ha instalado en uno de los árboles vecinos a la casa y se pasa la noche entera trinando con escándalo. En le media hora que duró el trayecto de regreso al cine dije que si mi tableta perdida llegaba a manos de un peruano sería una catástrofe no solo por el hurto y la difusión seguras de la novela en ciernes sino por el acceso directo que tendrían a todos mis correos electrónicos: información confidencial, emails de mis hijas mayores en Nueva York con las que ya todo estaba bastante mejor, emails religiosos evangelizadores de mi madre que era una santa, emails de mi abogado en Lima que me informaba al detalle de las investigaciones de los inspectores de impuestos del gobierno que, en clara venganza política, se habían propuesto escudriñarme todo, las cuentas bancarias, los recibos, las transferencias, los pagos, lo que declaré y pagué, lo que ellos alegan que debí declarar y pagar, la cantidad no menor que ellos consideran que debo al fisco. No me queda sino confiar en mi abogado y dar la batalla. Es una tortura. El año que me están investigando por un supuesto desbalance patrimonial es el 2010, que fue el año que quise irme a vivir a Lima y quedarme allí sin tomar un avión más. Ese año pagué 169 mil soles de impuestos en Lima y 115 mil dólares de impuestos en Miami. Pagué exactamente lo que mis contadores dijeron que debía pagar. Pero ahora los inspectores de impuestos del gobierno de turno, gobierno al que me opuse en las presidenciales hace tres años, me eligen sospechosamente, me investigan con un celo y un rigor inamistosos y quieren que pague multas y moras exorbitantes. Por suerte mi abogado es un campeón y ha fundamentado con pruebas consistentes nuestra posición y estamos dispuestos a litigar si fuera el caso. De todo esto le hablaba a Silvia en el auto, camino al cine: imagínate que mi tableta termina en manos de un peruano, y se roban mi novela inconclusa de setecientas páginas y filtran a la prensa enemiga los correos de mi abogado informándome de todas las negociaciones enrevesadas y tortuosas con los inspectores de impuestos que de momento quieren cobrarme una fortuna y mi sospecha es que todo esto está ocurriendo porque en la campaña de 2011 apoyé a la señora Fujimori y me opuse al señor Humala y ahora es el tiempo de la revancha y enredarme en juicios kafkianos y meterme miedo y sacarme toda la plata que sea posible y mantenerme alejado del Perú, no se le ocurra volver a ese loco y ser candidato.
Cuando llegamos al cine, parqueamos en un lugar prohibido, bajamos como fanáticos con una misión peligrosa y no pudimos entrar porque las puertas estaban cerradas. Lo que me temía, vámonos, ya fue, olvidémonos de la bendita tableta, dije. Regresamos al auto, nos sentamos, y de pronto sentí que ella abría su puerta y salía corriendo como poseída por una fuerza sobrenatural. Vio que salía un espectador a la una y media de la mañana, sujetó la puerta antes de que se cerrase y empezó a trepar las escaleras saltando con un vigor y una determinación que me conmovieron. Yo venía atrás, después de cerrar con llave el auto mal parqueado, y sentía que iba a darme un infarto. Subimos al tercer piso, ella corría como la alemana en “Run, Lola, Run”, corría como una atleta, una futbolista profesional, para mí era un deleite verla correr así, tan resueltamente, por eso me enamoré de ella, porque corre y juega al fútbol mucho mejor que yo, y entró a la sala doce mucho antes de que yo llegase, subió a la última fila y cuando yo entraba zigzagueando al borde de un soponcio, vi a Silvia bajando con la tableta como un premio y la abracé en el aire y le dije eres una campeona, eres la mejor, qué me haría sin ti.
De regreso a casa éramos las personas más felices del mundo porque nadie se robaría mi novela ni espiaría los correos de los inspectores de impuestos y mis abogados ni tendría acceso a mis cuentas bancarias secretas. Llegando a la casa nos quitamos la ropa, nos bañamos porque estábamos sudados como si hubiéramos jugado un partido de fútbol e hicimos el amor, yo con la tableta al lado, no se me fuera a perder de nuevo.
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