Jaime Bayly,Un hombre en la luna
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A principios de 1996 llegué a Santiago de Chile con tarjeta de residente y la determinación de quedarme a vivir en esa ciudad haciendo vida afantasmada de escritor que no tenía amigos ni amantes ni vida social. Tenía suficiente dinero para vivir un año en Chile, viajar una vez al mes a Lima a visitar a mis hijas y mantenerme alejado del circo de la televisión, que me parecía un veneno para el escritor.
Me acomodé en un hotel en el barrio de Providencia, en la calle Suecia, fui al centro de Santiago a las oficinas de la policía a inscribirme como residente, no le dije a nadie, ni siquiera a mi esposa, en qué hotel estaba quedándome y no contesté las llamadas de un par de escritores chilenos que no sé cómo se enteraron de que estaba escondido en Santiago, con planes de terminar una novela sobre el vicio del periodismo que había dejado inconclusa en Washington. No quería distracciones, romances, tertulias literarias, no quería perder el tiempo en los juegos del amor ni en conventillos de escritores intrigando entre sí, quería estar encerrado en mi cuarto del hotel, rumiando la novela que, contra viento y marea, tenía que arrancarle a Santiago. No tenía celular, no estaba conectado a Internet, en mis paseos por Providencia conocí la librería de Jorge Edwards y noté que habían llegado mis primeras novelas, editadas por Seix Barral, y me dijeron que estaban vendiéndose bien. Todos me decían eso, que mis novelas se vendían bien, pero yo no recibía un céntimo en regalías y seguía a la espera de que llegara el cheque.
El cheque llegó por fin en algún momento del tibio verano chileno, sumando las quince ediciones que vendió No se lo digas a nadie en España, y me alegró bastante. Hice mis números angurrientos y me dije que con esa plata podía quedarme no uno sino dos años en Santiago. Parecía un buen plan. Los amigos de Seix Barral sugerían que me mudase a Barcelona, dadas las buenas ventas de mis libros y la curiosidad que la prensa española decía tener por mí, pero yo estaba arraigado y con papeles en Santiago y no había quién me moviera de allí.
Lo mejor de vivir en Santiago era que no conocía absolutamente a nadie, a no ser por los porteros del hotel. No tenía parientes ni amigos ni amantes ni conocidos, nadie me llamaba ni me invitaba a nada, si alguien llamaba al hotel y preguntaba por mí los porteros y dependientes me protegían y negaban que yo estuviera allí, agazapado bajo el seudónimo de Joaquín Camino, mi personaje literario. Uno de los recepcionistas se enteró de que yo era un escritor o aspirante a escritor y leyó mi primera novela y se entusiasmó y me invitó a salir y tomar sangría en un bar, pero vi sus intenciones y decidí que no quería perder tiempo en cursilerías y le dije que lo sentía mucho pero tenía que dedicarme a la novela.
Los viajes a Lima eran una pesadilla porque me devolvían a las confianzas, familiaridades y desatinos de los habitantes de la tribu, mi tribu natal. Ya en el aeropuerto de Santiago, esperando el vuelo a Lima, ni qué decir durante el vuelo, los peruanos me trataban con la confianza jocosa y un tanto pendenciera con que me habían tratado siempre, una confianza que se originaba en la relación que tenían conmigo a través de los años, viéndome en televisión. Ese tipo del peinado raro te caía bien o mal o querías decirle algo, hacerle una pregunta, aclarar un malentendido, cuéntame cómo fue que le dijiste loco al presidente tal, es verdad que eres del otro equipo o es una técnica de marketing para vender libros, cosas así. Y en Lima, de paso unos días, todo era triste y pesaroso, salvo las tardes que pasaba con mis hijas, y me invadía la inequívoca certeza de que, si me quedaba a vivir en esa ciudad, no sería un escritor, no sería capaz de forjarme ese destino. Por eso cuando volvía a Santiago pensando que tenía cuatro semanas para estar absolutamente solo, escribiendo, en un hotelito en una calle tranquila de Providencia, y que la plata, bien administrada, me alcanzaría no uno sino dos años, me volvía el alma al cuerpo al pensar que estaba viviendo la vida exactamente como quería vivirla: solo, solísimo, separado de mi esposa y mis hijas (pero a tiro de piedra en avión), sin amigos ni conocidos, sin vida social, retirado de la televisión y su bullicioso puterío malsano, tratando de terminar una novela que, a diferencia de las primeras, no estuviese tan hondamente marcada por mi sensibilidad gay, una novela en la que me propuse recrear los últimos días de un diario conservador de Lima, La Prensa, al que entré a trabajar como practicante cuando tenía quince años.
El gran personaje de esa novela terminó siendo no mi alter ego, Diego Balbi, el reportero imberbe que de pronto se encontraba en un manicomio o un burdel, la sala de redacción del periódico, sino su abuelo materno, don Rafael Tudela, un personaje fantástico, inspirado en mi abuelo, que escribía cartas atrabiliarias al director de La Prensa, Antonio Larrañaga, reclamando que el gobierno democrático de Felipito Correa le devolviera su hacienda al norte de Lima, que le habían confiscado los militares ladrones. Ese personaje, don Rafael, el abuelo, era terco y porfiado y no se cortaba en decir vulgaridades contra los chilenos, por ejemplo cuando tenía que ir al baño le decía a su nieto: Voy a darles de comer a los chilenos.
Mi estilo de vida entonces era bien parecido al de ahora: no me interesaba la moda ni comprar ropa, veía con espanto la vida social y las frivolidades y duplicidades consiguientes, me gustaba vivir solo sin hablar con nadie o hablando apenas con los personajes alunados de mi novela, y al final del día me sentía bien saliendo a caminar a ninguna parte, mirando sin que me mirasen, sin que me reconociesen, para terminar viendo alguna película en los cines del barrio. Esa era mi vida soñada, así quería vivir el resto de mi vida, visitando a mis hijas en Lima cada cuatro semanas, luego apurándome para volver al confinamiento literario de principito en el exilio.
Hasta que me llamaron por teléfono desde Miami y me dijeron que unos señores de CBS News, que habían comprado el canal periodístico Telenoticias que se veía en Latinoamérica (y yo veía en mi habitación del hotel chileno), querían reunirse conmigo y someterme a unas pruebas o audiciones para considerarme como candidato para un programa de entrevistas basado en Miami, con proyección a toda América. ¿Qué debía hacer? ¿Quedarme en Santiago haciendo la vida del escritor ermitaño y declinar las tentaciones de la televisión? ¿Volar a Miami, someterme a las pruebas y dejarlo en manos del azar? No fue una decisión fácil. Como por fin había terminado la novela de La Prensa que comencé en Washington y concluí en Santiago, me di una tregua, viajé a Miami y pensé no pierdes nada haciendo humildemente las pruebas, lo más probable es que no te elijan y te vuelvas a Santiago, tan contento. Las hice, me eligieron, me dieron el programa, firmamos un contrato por tres años y en agosto de 1996 ya estaba al aire desde Miami, para toda Latinoamérica. El conserje del hotel de Providencia que quiso salir conmigo a tomar sangría me mandó un email emocionado diciéndome que ahora me veía cada noche en televisión. Para bien o para mal, así habían caído los dados y hasta 1999 viviría en Miami, bien pagado, haciéndome famosillo en Latinoamérica, viajando a Lima cada mes a ver a mis hijas, unos viajes que financiaba, sin privarme de ningún lujo, extravagancia o desahogo de diva incomprendida, mi cadena ancla, CBS Telenoticias. Fueron tiempos de gloria y esplendor, hasta que tres años después quebramos la cadena, con el mismo tesón que habíamos quebrado antes el periódico.
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