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Opinión

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Como era de esperarse, la visita al Pleno del ministro de Justicia, Daniel Figallo, sirvió para dos cosas: la primera, recordarnos –por si hacía falta– la inmadurez de nuestra clase política, nuestro Congreso en particular; la segunda, para reiterar la falta de una respuesta clara y convincente sobre la intervención del ministro en el caso del prófugo Martín Belaunde Lossio.

Si de un listado de premisas se trata, las agotó ayer la periodista Patricia del Río en el diario El Comercio. Desde que, el pasado 20 de noviembre, Perú21 desnudara el interés de la Fiscalía de ayudar al prófugo Martín Belaunde Lossio –a través de la figura del colaborador eficaz–, las cosas han ido de mal en peor. La salida del procurador Salas, que, diga lo que diga el oficialismo, queda claro que se gatilla a partir de las declaraciones del procurador sobre el tema; las llamadas del ministro y el interés del asesor jurídico del presidente Humala; las denuncias y la carta enviada al mandatario por parte de la procuradora Vilcatoma; y, por supuesto, la ausencia de Martín Belaunde Lo-ssio, la cual sigue pasando desapercibida.

Para un grupo de periodistas y medios, esto no es más que una treta de corte político. Habría que preguntarse cuáles son los intereses políticos de los procuradores, periodistas y medios que desean mantener la independencia de los órganos jurídicos del Estado. De paso, y siguiendo esa línea, ¿debemos entender que la defensa del ministro, por parte de estos periodistas y medios, es de carácter político? No lo creo.

El caso del ministro Figallo debiera servirnos, sea cual sea la resolución final del mismo, para aprender a disentir entre nosotros, para atender nuestras diferencias en el debate, y –por supuesto– para tratar de fortalecer nuestro sistema anticorrupción. Porque de esto se trata este caso: el problema del ministro Figallo es que participa, activamente, en un caso que involucra al mandatario y a la primera dama. Y la ley y los procedimientos sirven para todos. Nos guste o no.


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