La palabra “atorrante” nació para describir a los vagabundos, pero con el tiempo ha mutado en algo así como la semblanza de un tipo pesado y que da vergüenza ajena por sus incesantes desatinos, de los cuales no se percata.
Ese término se me vino a la cabeza cuando vi al congresista Rimarachín irrumpiendo con sus baratos gritos chauvinistas durante la presentación de Piñera en la CCL. Si tanto le molestan las intromisiones extranjeras, ¿por qué no protesta así cuando Evo insulta al Perú (“lacayo”) por la Alianza del Pacífico? ¿Por qué no chilla así cuando los brasileños –tanto gobierno como constructores– se meten groseramente en nuestra política interna, apoyando con todo a Ollanta y a Villarán, mandando incluso a su agente Favre a Lima, a vista y paciencia de todos? ¿O cuando la Kirchner da esas “disculpas” de pacotilla por la venta argentina de armas a Ecuador en pleno conflicto?
Y existe algo que se llama “libertad de expresión”, que según el gran George Orwell consiste en poder decirle a los demás lo que no les gusta oír: Piñera tiene toda la libertad de venir aquí y opinar que el triángulo es chileno, como San Pablo pudo exponer tranquilamente ante los escépticos y tan libres griegos su tesis cristiana ante el monumento en el Areópago al dios desconocido en Atenas. ¿Y qué esperaba que diga un político chileno? Lo mismo hubiera dicho uno peruano allá. Cada uno defiende, con respeto, sus intereses y sus públicos. Vayamos de una vez al arbitraje del presidente de Estados Unidos, como estipula el Tratado del 29 en caso de un diferendo terrestre, y a cerrar eso de una vez para no estar aguantando a los ‘Rimarachines’ de turno.
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