Pareciera que los países de América Latina se hubieran infectado de una enfermedad muy contagiosa llamada corrupción y de su hermana impunidad. Todos los días leemos sobre los escándalos que estallan en toda la región, donde están implicados altas autoridades, empresarios, familiares y “amigos” de estos y aquellos. Es cierto que la prensa y las redes sociales han contribuido al destape de estos escándalos, que de repente en otras circunstancias ni hubieran sido detectados, lo que es bueno. También, la sociedad está mostrando su mayor intolerancia frente a esta práctica en los grandes casos, aunque actúa resignada frente a las pequeñas trampas que hacemos al manejar, al saltarnos una cola o al momento de pagar una propina para que nos faciliten un trámite. Recientemente, la politóloga mexicana María Amparo Casar publicó un interesante estudio llamado México: Anatomía de la corrupción (CIDE/IMCO, 2015) con el propósito de llamar la atención a las autoridades mexicanas sobre los costos de este fenómeno en ese país. América Latina pierde varios puntos del PBI (entre el 2% y 9% en México, según la fuente), crea menos empleo, tiende a bajar los niveles de productividad y reduce la inversión en el país de manera significativa por montos cercanos al 5%. Todo esto se traduce en reducción del bienestar de los hogares, por menores ingresos y también porque la corrupción y la impunidad suelen venir acompañadas de la violencia. Por último, la autora señala que otro costo importante está en la crisis de representación y la insatisfacción con la democracia como sistema político, pues, según encuestas como Latinobarómetro, la población desconfía de los partidos políticos, del Poder Legislativo y del sistema judicial.
América Latina tiene opciones frente a este panorama. Por un lado, la sanción ejemplar a todos los delitos de corrupción, desde el más pequeño, es necesaria. La simplificación y reducción de trabas, legislación contradictoria y burocrática, la transparencia de la acción pública y del proceso de diálogo entre los actores privados y públicos, y un servicio público centrado en el ciudadano son posibles gracias a que la tecnología está disponible para ello. El uso de los recursos debe tener formas de mostrar su adecuada asignación y deben medirse sus resultados. El sector privado puede mostrar un accionar corporativo con principios éticos y, finalmente, está en cada uno de nosotros demostrar un civismo ejemplar y responsabilidad en todas nuestras acciones.
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