Hasta hace no demasiado, una mujer se reproducía poco tiempo después de que ello era posible desde el punto de vista biológico. El menú de la vida era poco variado y ejercer el derecho de optar por un camino y no otro estaba reservado a muy pocas. Digamos que era un privilegio. Pero vivimos tiempos de opciones y cada vez más mujeres posponen la maternidad. Viven, entonces, una década o más como adultas, dedicadas a capacitarse, viajar, explorar relaciones de pareja y avanzar en la senda de los logros profesionales. Pero la maternidad pospuesta se acompaña de una imaginada, preparada, elegida. Durante años se va consolidando como propuesta, bueno, casi como un plan de negocios, al igual que el resto de cosas que hacemos en la actualidad. La maternidad es un proyecto y su correlato, los hijos, también. Y cuando se concreta, cargada de información, recetas, prescripciones y proscripciones, seguridad que se sustentará en la ciencia, en la orientación de especialistas, en procesos de mejora personal, fantasías de saldar todas las deudas con el pasado e ingresar en un estado de felicidad…
El choque con la realidad —poco sueño, frustración, irritabilidad, desorden, inutilidad de las bellas teorías y sentimiento de incompetencia— suele ser duro. Solo que, contrariamente al pasado, mamá sabe lo que se está perdiendo, lo que está dejando de hacer, en términos de aprender más, probar más, viajar más, trabajar más. Más allá de la infancia y la niñez, pubertad y adolescencia hacen las cosas más complejas.
Es la paradoja de la maternidad moderna, de la bien ganada libertad de las mujeres, que acompaña su aporte cada vez más importante a la política, la academia y los negocios.
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