La idea de que una empresa no está obligada a hacer nada que esté dentro de su propio giro de negocio está –felizmente– en franco proceso de de-saparición. Buenas noticias si consideramos que, al menos hasta mediados de los 2000 –malacostumbrados por los contratos de estabilidad tributaria y los precios de carne de cuarta a los que el Estado había vendido muchos de sus activos más valiosos–, muchos sentían que merecían un premio por no estar evadiendo el 100% de los impuestos que les tocaba pagar. O sea, ¿quién iba a estar pensando en cosas como responsabilidad social empresarial (RSE) o buen gobierno corporativo, exquisiteces de proto-hípster de economía desarrollada?
Y, hoy, hasta concurso con fiestecita y fotitos hay.
Pero meter el programa de obras por impuestos (OxI) dentro del programa de RSE está mal. La RSE es una política que la empresa implementa con sus recursos, mientras que OxI se hace con dinero de los impuestos del Estado, que no debe financiar la RSE ni la consecuente mejora de la imagen de un privado con dinero público. Pero vaya y pase: a las personas que necesitan un colegio o un hospital no les interesa que lo ponga la empresa, el Estado o papalindo, y que haya posta médica es infinitamente mejor a que no haya. Sin embargo, “agilizar” el proceso de OxI a tal punto que las empresas escojan y decidan ellas solas qué harán, con proveedor asignado a dedo y a qué precio, parece un exceso. Primero, porque no hay garantía de que el bien o servicio considere el interés público como prioridad y, segundo, porque en el extremo yo puedo contratar a mi primo para que haga la pared que yo necesito, voy a medias con él y se lo descuento al Estado de mis impuestos.
Nunca tan lornas.
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