Un hombre no es todos los hombres. Habitantes del lugar común, pensamos que un hombre es solo un hombre y si es extraño, es insignificante. Un hombre también puede ser un no hombre: una abstracción tan remota que no es siquiera símbolo o eco. Pensémoslo: todos los muertos no son iguales. Los muertos propios, los hijos, los amigos, esos importan. Digo: los semejantes. Del otro lado, el resto: las no personas.
La semana pasada, en Alepo, al norte de Siria, murieron más de una decena de personas por ataques a zonas civiles. El hecho ocupó espacios marginales, tal como las muertes de frío en Puno o de hambre en Níger. Si hubo lamentos, fueron débiles, como un canto de gaviota en una tempestad. El silencio se debe a la cotidianidad, pero no solamente. Cada vez somos, en general, menos semejantes. Quiero decir: cada vez consideramos –lo elegimos– menos semejantes a los otros y en ese momento estos se vuelven nuestro infierno, para usar la figura de Sartre. Y nosotros el suyo. Hace poco en Francia y Bélgica hubo atentados cuyo luto fue compartido por estos valles. Los vimos como semejantes y aun así el pesar se diluyó rápidamente. Tan peligroso como ver a un hombre como un no hombre es que la muerte –la vida– de un hombre sea un hecho banal. Ni siquiera el aura de semejanza impide que nuestro luto sea un síntoma de la viralización. Cuando esto sucede, la muerte, el terror, la furia fanática vencen y nos tienen por cómplices. Hasta que no comprendamos que la muerte ajena no es ajena, no seremos capaces de detener esta marea de fatalidad. Como el dolor en el verso de Vallejo, el terror se expande, crece a treinta minutos por segundo. La muerte de un hombre es la de todos los hombres. Eso, acá en Perú, deberíamos saberlo muy bien. -FGOSi te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.