El lunes, el economista Miguel Santillana realizó una serie de afirmaciones que afectan la reputación de varias personas a las que conozco y aprecio personal y profesionalmente. Hablar por todas ellas sería caer en lo mismo que el personajillo aquel, pero sí me puedo referir a Marisa Glave y Verónika Mendoza. Me consta que son personas honestas y brillantes y trabajadoras, y considero un lujo que, pudiendo encontrar empleos muy bien remunerados en cualquier lugar del mundo, hayan elegido dedicarse a hacer política en el mismo país en el que investigados por delitos de lo más variados (que van de violación de menores hasta asesinato, corrupción y robo) son congresistas y los presidentes van presos por ladrones y asesinos.
Santillana no me interesa porque, más allá de su lamentable intervención, desconozco la naturaleza de su oficio ni sé –solo sospecho– quién le paga. Él se las verá con la justicia y deberá demostrar que lo que dijo al aire es verdad o tendrá que retractarse y pagar las consecuencias. Nadie está más allá de la ley.
Pero sí me puedo referir a los periodistas que asentían mientras él lanzaba inexactitudes y especulaciones calumniosas sin respaldar nada con hechos ni datos comprobables. Jaime Chincha y su compañera hicieron esa mañana televisión basura que superó a Esto es guerra, Amor, amor, amor y Combate combinados.
El escepticismo y la objetividad se los deben a su audiencia. Santillana puede decir lo que le venga en gana, pero para eso están allí dos conductores que se suponen periodistas: para encauzar, cuestionar, preguntar cómo y por qué, pedir pruebas y evidencia.
El domingo fue 5 de abril y el lunes 6 estos dos nos recordaron lo más ruin de los medios comprados por la dictadura de hace 23 años.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.